viernes, 26 de octubre de 2007

El Acertijo capítulos 1 y 2 Revisados

El acertijo
Consuelo Rivera Fuentes
Capítulo 1
“Estoy triste y no sé por qué”, pensó Lucila. Había tenido todo el día la sensación de cuchillas silenciosas, de rayos escarbando la tierra que pisaba y esa soledad sideral del cuerpo ausente.
Había nacido en el gran Santiago, cuando la gente y las plazas y todo era más claro, más sereno y libre. Cuando era muy pequeña trasladaron a su padre al pueblo de Cañete en el sur y allí vivieron durante tres años. Todavía recordaba sus juegos infantiles en la casona enorme que dicen había sido un refugio jesuíta. Los labios agrietados de los campesinos le contaban historias sobre los mapuche y le detallaban gráficamente los ataques que había sostenido Cañete, en ese entonces empezando a crecer.
Un día jugando en el patio sin límites de la gran casa, descubrió lo que le pareció un túnel y quiso recorrerlo.
“Y si me salen los indios?” se preguntó con mucho miedo, pero como era curiosa y siempre la atrajeron las oscuridades se echó el miedo al bolsillo del abrigo que llevaba bajo el delantal que su madre le había hecho en la nueva máquina de coser. Emprendió su gran aventura con una vela que encontró en la bodega donde su padre preparaba sidra clandestinamente.
El lugar era húmedo, maloliente y a medida que avanzaba el olor se hacía más putrefacto y estuvo a punto de vomitar. Se sobrepuso a la sensación de agua amarga atrapada en la garganta y de pronto, a la luz tiritona de la vela, vió tirada en el suelo de tierra una calavera que la miraba con una sonrisa aterradora de dientes enormes, pidiéndole ayuda y haciéndole miles de preguntas, en un silencio de hueso y tiempo.
Cuando logró apartar los ojos de aquélla mirada fija en el vacío de las cuencas sin luz, pudo distinguir una sotana y unas manos de hueso que aún aprisionaban un viejo crucifijo verdoso como tratando de extraer de él las respuestas que ella no podía darle.
Con el corazón golpeándole las sienes corrió hacia la salida con un grito de piedra atrapado en la garganta. Pálida y trémula se encerró en su habitación, inmensa y clara, por donde entraba el sol de esa tarde de otoñoprimavera.
No sabía por qué nunca se lo contó a sus padres, pero en su mente, de vez en cuando, volvía a sentir las preguntas de aquél cadáver.
“No entiendo por qué hoy precisamente, siento esta necesidad absurda de recordar el pasado. ¿Será mi soledad o mi depre?”, se preguntó. “¿Qué querrían decirme aquéllos ojos de la calavera?”.
Quiso contarle a Pablo lo que estaba experimentado, pero de nuevo sintió el frío astral del largo pasillo oscuro y tragó los sentimientos grises que la estrangulaban.
“Bueno, tendré que ayudarme sola”, se dijo suspirando hondamente.
Buscó en su memoria los días pasados de su infancia en el campo. Su padre había sido enviado como mecánico del único avión que existía por esos lados y casi se desbarrancó tratabando de aprender a manejar una enorme camioneta azul de un gringo que a ella la asustaba enormente con sus manos grandes y peludas. Recordó que su padre era una persona importante por vestir el uniforme de la fuerza aérea y en las celebraciones de septiembre se sentaba con el sargento de policía local y el alcalde. Las tres autoridades en un pueblo de copihues, chicha y barro permanente. También vinieron a su mente unos niños (un poco mayores que ella )que la sentaban en sus faldas y se tiraban cerro abajo en unas bateas de madera, mientras ella gritaba y reía, haciéndose pipí de gusto y susto al mismo tiempo.
“Aquí tengo algo”, se dijo. “Siempre he buscado lo que me asusta. ¿Seré masoquista?”
Siguó pensando y encontró, muy escondida en su cerebro febril, una perra negra llamada Polola que siempre jugaba con ella, con una paciencia enorme. Pero un día tuvo cachorros y dejó de quererla para pensar sólo en proteger los negros cuerpecitos y cabecitas curiosas de sus manos regordetas y apretadoras.
La noche era fría y llena de ruidos a los que nunca antes había prestado atención…la gata que jugaba con el papel del cajón donde hacía sus necesidades, el ruido del refrigerador al cargar, el tic-tac molestoso de un reloj de baquelita negra y los ladridos de los perros encerrados tras las rejas de las casas vecinas. Por qué estaba consciente de esos ruidos, no lo sabía.
Recordó uno de los muchos veranos pasados en Cañete. Su padre, tal vez añorando tiempos mejores y el ser una autoridad entre la turba de mapuche y campesinos con chalecos de lana de colores, camisas a cuadros y pantalones grises, había comprado una parcela a la que bautizó ‘La Cambucha’. Ahí se entretenía dando largos paseos hasta el cerro que tenía en su cumbre una virgen y un salto de agua que abastecía a todo Cañete. Desde lo alto del cerro podía ver la parcela de sus padres, el fundo de Don Cucho donde ella y sus hermanos robaban manzanas rojas y jugosas y los fragantes bosques de eucaliptus que rodeaban las casas de madera del pueblo.
Un día se atrevió a ir al aeródromo donde había pasado su niñez. Con mucha pena y lágrimas vió que solamente quedaban algunas paredes sin techo y un manzano esquelético donde antes habían estado la casona y el patio de sus sueños. Buscó el túnel, pero no logró encontrarlo. ¿Es que lo había soñado todo?
De vuelta a la parcela, divisó una carreta con tambores de agua y apresuró el paso, pues sabía que era el viejo Anito que la sacaba a pasear a caballo cuando era pequeña. Recordaba sus manos callosas, de uñas negras de rasguñar la tierra tantos años; pero que la acariciaban tiernamente y toscamente a la vez.
‘Anito, ¿cómo está? ¿Qué lo trae por estos lados?’
‘Venía a ver al patrón y a usted, puh’, se rió con una risa alegre y desdentada.
‘¿Por qué me trata de usted si yo soy la misma que se le subía al apa y le tiraba el pelo, recuerda?’, le preguntó con extrañeza.
‘Gueno, puh, a verte a tí’, respondió el viejo campesino.
Lucila deseaba hacerle mil preguntas, pero no se atrevía por temor a las respuestas.
Finalmente, después de darle un mate con toronjil, leche y pan de panadería, porque de cocinar y amasar no sabía mucho, dijo:
‘¿Sabe? Quiero preguntarle algo’, desvió la mirada y la fijó en el frutillar que se extendía a la izquierda de la casa.
‘Diga no má’, qué sería?’
‘¿Usted recuerda la casa donde vivíamos cuando mi papá era mecánico aquí?’
‘Claro que sí. Después que ustedes se fueron a Concepción, yo me quedé a vivir con la finá Tomasa, que en paz descanse’, dijo persignándose.
‘¿Usted nunca vió un túnel detrás de la casa, en el patio?...’
‘¿En el patio?...Ah, sí. Un día mi chiquillo, el Joaquín que es un poco loquito, llegó llorando y todo cochino. ¿Qué le pasó hombre?, le pregunté, y él contestó que había visto al diablo en una parte larga y re’ oscura’.
‘El túnel?’, preguntó Lucila, tratando de dar un tono de indiferencia a la pregunta.
‘Gueno, eso…yo fuí a ver, pero me dió julepe y tapé el hoyo con tierra encima. Planté algunos árboles cerca y le puse una mata de ajo…pa’ espantar el diablo, puh’, se persignó nuevamente. ‘Decía la finá Tomasa, que en paz descanse, que los curitas españoles que vivieron ahí hicieron un…túnel pa’ arrancarse de los indios cuando atacaban. Según ella el túnel iba a dar al fuerte Tucapel’.
‘Ah!, gracias Anito’, dijo pensativa.

Desde ese entonces logró llevar una vida tranquila en la superficie, sin mayores problemas, excepto los de ahorrar para comprar la famosa y bullada casa propia y las enfermedades propias de su sistema nervioso. Sin embargo, en el fondo de su atormentada cabeza una muda pregunta repiqueteaba como las antiguas campanas de las antiguas iglesias de los antiguos jesuítas.

En fin, ya no importaba. Sentada y tratando de dar una respuesta a ese angustiado cadáver, la encontró la mañana, dormida sobre el sillón y con una mueca parecida a la sonrisa irónica en sus labios. Ironía que dicen pone siempre en sus palabras y sus gestos. Mueca que quedó estampada en su boca, ya sin dientes, de aquélla tarde de otoño-primavera.

Capítulo 2

José Antonio Ribera de Campoamor fijó sus ojos castaños en el monte que se extendía hacia el norte de la Misión y sólo vió lluvia y verde. Se arrebujó en el manto negro de los jesuitas y echó a andar por el sendero enlodado mientras cavilaba y recordaba los dos años caminando en esa tierra de miedo y mentiras. Parece que su destino lo había empujado a caminar desde antes de nacer en La Coruña. Su madre lo había llevado desde Galicia a Huelva cuando tenía no más de seis años para que acabara de una vez de preguntarle quién era su padre y dónde estaba.

‘Mira’, le dijo. ‘¿Ves aquéllas naves en el puerto? Tu padre, que se llamaba José como tú, se embarcó en una de ellas un día maldito de primavera diciendo que volvería a buscarme. El nunca supo que tú ya venías en camino cuando salió de La Coruña en busca de un destino mejor en la Tierra de Indias. Esperé todos estos años, pero este ruido en mi pecho me susurra todos los días y a cada momento que ya deje de esperar, que no volverá, que nos abandonó. No sé dónde está ni si la nave llegó a tierra firme alguna vez. Ya no me importa. Así que deja de preguntarme por él de una vez por todas y aprende a vivir sin padre; para eso me tienes a mí y a Dios que nunca te abandonará.’
Los ojos del pequeño se llenaron de esa bruma húmeda que se levantaba en el Puerto de Palos y soñó que veía a su padre empapado de lluvia y sal en un mar de viento y fríos glaciares gritando sin voz y preguntando por qué a Magallanes se le había ocurrido navegar por ese lado y no por otro más tranquilo. La bruma se hizo más densa y pesada con la tormenta que se avecinaba y José Antonio creyó escuchar una música lejana que venía de alguno de los barcos anclados en la bahía. Supo en su corazón que su padre estaba vivo y que lo vería algún día. Lo que no sabía el pequeño era que su madre ya tenía la risa de la muerte en su pecho y que unos días más tarde moriría dejándolo solo con ese Dios que no lo abandonaría jamás, según su madre.

La Misión era un punto de madera pequeño en un espacio abierto al viento, al frío y el susurro incesante de los boldos y avellanos. José Antonio ocupaba el ala sur que daba a los campos adyacentes al río. Por ahí solían atacar los mapuche, silenciosos al principio, como las estrellas, y después infernales en sus gritos y golpes de pies y lanzas queriendo transmitir mensajes de sus marchas en contra de los invasores blancos al mismo corazón de esas tierras y a su dios Pillán.
‘¡Ahí vienen los indios!’, gritaba el vigía, indio él mismo, y los jesuitas huían hacia el fuerte Tucapel cargando el cáliz, las hostias, sus cruces y libros sagrados por un túnel que corría por debajo de la casona . A José Antonio nunca le gustó correr agachado por el estrecho y húmedo túnel; sus ojos no veían sino las sombras que las antorchas y las siluetas que sus compañeros proyectaban en el piso de lodo. Se ahogaba, recordaba a su madre y maldecía la memoria de un padre ausente que lo había impulsado a venir en su busca a esas tierras que no le habían dado respuesta alguna de su paradero.

‘¡No quiero vivir en el monasterio!’, lloró el niño cuando su madre ya sin fuerzas y ahogándose en su propia tos, le anunció que lo llevarían a Santiago de Compostela para que se educara en el monasterio, que no tuviera miedo porque Dios estaba en su destino.
Un tío al que no había visto nunca lo subió a la grupa de su caballo y lo llevó al monasterio mientras el niño lloraba la muerte de su madre.
Ocho años pasó rezando, leyendo, aprendiendo latín, griego y creciendo entre hombres que cantaban a un dios que tenía rostro de abuelo y manos de araña, que se metían en su cuerpo cuando acostado en su camastro pretendía dormir. Al cabo de un tiempo tenía que esforzarse para recordar el semblante de su madre. Era como si la niebla del puerto en La Coruña se hubiese tragado el cuerpo, la cara, la boca de la mujer y dejado sólo su aroma a lejía y pescado en alguna parte de su memoria. De vez en cuando recordaba el viaje a Huelva y la promesa que se había hecho de ir en busca de ese padre que no sabía de su existencia.
‘Cierra los ojos y piensa en Dios, le susurró Fray Martín. ‘Siente su esencia. Siente su presencia’, las manos huesudas subían el camisón de dormir y tocaban sus partes más íntimas… ‘¡cierra los ojos y piensa en dios, te digo!. José Antonio cerró sus ojos y vio una araña que lo envolvía en una tela llena de difuntos caminando con sudarios blancos y antorchas de hueso ardiendo y la Compaña que lo condenaba a ir toda la vida con una cruz, como la cruz de Fray Martín que se le incrustaba en la espalda y lo silenciaba, lo enmudecía.
Un día no cerró los ojos y sacó el puñal que había dejado debajo de su almohada esa tarde. Cuando la respiración desatada de su confesor se convirtió en torrente blanco, y espeso en sus entrañas, José Antonio se dio vuelta lentamente e incitó suavemente al religioso a darse vuelta, cerrar los ojos y pensar en dios. Acarició su espalda debajo de la sotana, tomó el miembro húmedo, empezando a erguirse nuevamente, en su mano izquierda, ‘cierre los ojos y piense en dios, padre’, y con un movimiento rápido y certero cortó el pene del sacerdote y mientras éste aullaba de dolor, sorpresa e ira, volvió a hundir el puñal ensangrentado en los testículos fofos. Tomó el fardo de ropas que había preparado anteriormente y escapó del monasterio, llevando como recuerdo la cruz de Fray Martín y el gorgotear de la sangre pecadora en el suelo de la celda en la que había pasado ocho años y mil siglos de su infancia y adolescencia. Celda a la que nadie, excepto el sacerdote y él mismo, tenía acceso directo.
Caminó dos años vestido de fraile por la costa hacia el sur hasta llegar a Cádiz donde se embarcó de cura confesor en una nave que llevaba un cargamento de sal del sur de Europa y sedas chinas para el virreinato del Perú.
‘Mi misión’, le mintió al capitán, ‘es llevar la voz de dios y el rey a los salvajes del nuevo continente, pero quiero ser uno más entre vosotros y no quiero privilegios especiales’. Con esto se aseguró el respeto del capitán y de los quince hombres que formaban la tripulación de la embarcación. Aparte de escuchar los pecados y miserias de los soldados y de mantener conversaciones con el capitán y tres acaudalados señores sobre el origen de las estrellas y el universo en general, Fray Jaime , como se hacía llamar, era el encargado de evangelizar a los esclavos que eran propiedad personal de los tres señores en cuestión.
Entre los esclavos había un chico de unos diez años que hacía preguntas sobre dios y que Fray Jaime no podía contestar sin cerrar los ojos y pensar en las manos de araña de su pasado.
‘¿Por qué no podemos verlo? Qué pasa con el alma cuando se muere el cuerpo? ¿Por qué nos separa dios de nuestras madres? Los animales ¿creen en dios?’ Cuando las respuestas se le acababan, como su paciencia, le decía que dios había creado el mundo a partir de un acertijo y que para comprender por qué, todos los seres humanos, los esclavos incluídos, debían resolver su propio acertijo.
‘Ya te llegará la hora de resolver el tuyo’, le decía al muchacho, que a espaldas de él se mofaba de su acento gallego y de la cruz que llevaba sobre sus hábitos.

‘¡Vienen los indios!’ El grito aterrado del vigía, lo sacó de sus recuerdos y caminó sin prisa al otro lado de la Misión a buscar sus libros y la cruz que se había sacado esa mañana para lavar sus hábitos en el río. Llegó a su habitación, colgó la cruz en su cuello, tomó sus libros y el diario que llevaba escribiendo desde que salió de Cádiz y después de echar una mirada hacia el río, corrió hacia la entrada escondida del túnel donde ya estaban los otros religiosos y el vigía con sus antorchas y pertenencias. Como siempre que bajaban la tapa que ocultaba la entrada del túnel, sintió el ahogo y vio en las sombras de las antorchas a los difuntos de la Compaña. Era en esos momentos cuando sentía la esencia y la presencia de dios en su plenitud. Las telarañas lo cubrían nuevamente, el olor viscoso, blanco de sus manos de araña lo hacía vomitar y preguntarse sin parar como una mantra ‘¿Por qué?’, ‘¿Por qué?’
Ese día no pudo llegar al fuerte, tenía en su pecho las manos de dios que lo aplastaban y no lo dejaban respirar. Hacía tiempo que se había ido marchitando por la falta de sueño y el silencio que se había impuesto desde que no pudo contestar las preguntas del esclavo en el barco. Cerró los ojos y pensó en el padre al que nunca encontró, en la madre que lo privó de su olor y de sus caricias por querer morirse de amor, escuchó la voz de Fray Martín en su espalda y sintió una corriente fría en el cuello mezclada con los gritos de los indios que habían descubierto, por fin, la entrada del túnel. Abrió los ojos y pensó en dios. La pregunta muda se quedó en sus ojos abiertos, ‘¿Por qué?’, ‘¿Por qué?’

sábado, 20 de octubre de 2007

UN AMOR DE JUVENTUD

Era ahora o nunca, por eso decidí hablarte, porque yo partía la semana siguiente. Por eso estaba en esa oficina: eran mis últimos trámites y mis últimos días en el país. Nuestro país ¿recuerdas? ¿recuerdas que tú luchabas por la libertad de nuestro pueblo, por la revolución, no al imperialismo yanqui, insurrección o morir, pueblo-conciencia-fusil? Eran mis últimos días, por eso es que cuando te vi allí sentado (¿qué estarías haciendo tú en esa oficina?) pensé que no podía dejar pasar la oportunidad de hablarte, platicar contigo y ver si así lograba ahuyentar a tu fantasma (que era, principalmente, el fantasma de tus puños, tus botas, tus ojos enrojecidos de ira).

¡Qué curioso! En todos estos años no había podido evocar una mirada de ternura, un gesto de complicidad, una palabra de respeto. Estaba segura de que alguna vez habían existido, pero se habían borrado de mi memoria. Tampoco recordaba esa mirada suplicante, tu ademán huidizo, el movimiento nervioso de tus dedos (¿habían estado siempre ahí o eran nuevos?) Después de todo, quince años no pasan en vano, y hubo otros rasgos que me fueron pareciendo familiares mientras hablábamos. Creo que las páginas de mi vida junto a ti comenzaron a pasar vertiginosas cuando tus labios replicaron esa amplia sonrisa (¿franca?), que dejaba ver todos tus blancos y parejos dientes, que un día me hizo confiar en ti y entregarte mi vida.

Nunca imaginaste (y yo tampoco) que esa niña temblorosa y obediente que en una época creíste tu pertenencia te abordaría de pronto, después de tres matrimonios con sus respectivos divorcios, dos hijos, varios oficios, incontables lugares de residencia y años de lucha por la vida. Seguramente te habías creído a salvo de aquella pequeña de pocas ideas propias a quien podías confiar tus pensamientos más íntimos sin ningún temor, relatar sin riesgos los pormenores de tu entrenamiento paramilitar, entregar confiado cualquier literatura sospechosa o implemento revolucionario. Lo guardaría sin hacer preguntas, aun cuando no entendiera mucho de guerrillas y las consignas marxista-leninistas escaparan a su comprensión.

En realidad, escapaban también a mi interés, porque mi atención estaba acaparada por otras cosas. El amor, por ejemplo, ocupaba gran parte de mis pensamientos. Trataba inútilmente de entender por qué debía cargarse como una cruz. Necesitaba resolver la contradicción que encerraba el amor. ¿Por qué me golpeabas, si me amabas con tal devoción que después del castigo suplicabas mi perdón, arrastrándote por el piso, los ojos anegados? ¿Por qué llorabas, si mi delito merecía ese castigo? ¿Estaba bien que imploraras el perdón de alguien que no tenía ningún valor ni era respetable? ¿Por qué me amabas, tú, un revolucionario consecuente que perseguía la sociedad del hombre nuevo, si yo era despreciable, si era una puta asquerosa, por eso me miraban tanto los hombres y, como si eso fuera poco, no tenía una ideología, sino que me asimilaba al hombre que estuviera “de turno”? ¿Por qué creía en tus lágrimas y, convencida de tu amor y creyendo en tu arrepentimiento, volvía a cargar mi cruz y volvía a sorprenderme con el próximo golpe? ¿Por qué era que tus manos estrangulaban mi cintura, mis muslos se tensaban al contacto de los gusanos de tus dedos describiendo su paseo diario hasta hundirse en los pliegues indefensos entre mis piernas resignadas? ¿Era acaso el deseo que hacía temblar a las heroínas de Corín Tellado lo que me embargaba al sentir contra mi vientre esa daga pegajosa que en su ritual cotidiano me apalearía primero las entrañas y luego se resbalaría gomosa y rosada hasta mi boca? No ha habido en mi vida una sensación que se compare a la repugnancia que me invadía todo el cuerpo cuando, rítmica y obediente, con tus manos estrujándome el cráneo, me sobaba tu placer por el paladar hasta la glotis, tu amargor extático y lechoso ahogándome áspero, espeso, en una abundancia mayor de lo que jamás podría tragar. Te amaba y viviría contigo para toda la vida. Te amaba y el sonido de tus pasos al llegar a casa me paralizaba de miedo.

Creo que lo que más me interesaba era complacerte. Por eso, cuando me di cuenta de que mi pasado te molestaba traté por todos los medios de cambiarlo, de hacerle pequeñas modificaciones que tal vez no se notarían si era cuidadosa. Y valdría la pena, porque te haría feliz y sería la mujer que tú querías que fuera, para ti. Entonces no tendrías que golpearme. Traté de alterar de manera imperceptible la personalidad de este o aquel muchacho que algún día me había entregado su amor, de modo que la historia cambiara y mis sentimientos fueran otros. No tendrías que golpearme. Ni con los puños ni con los pies ni con técnicas de karate. No sería necesario que me gritaras… Pero no tuve éxito. El problema fue que nunca indicaste con claridad las características que yo debía tener, de manera que no pude hacer un dibujo exacto de la historia que querías para mí, tu mujer.

Fue así como a los golpes de puño agregaste la tortura y la humillación. ¿Tal vez tú también creíste que la historia se podía cambiar? ¿Pensaste que al sentir en mis sienes ese golpe seco y fulminante de tus muñecas que me hizo perder el conocimiento se eliminaría un trozo de mi adolescencia? Creo que no imaginaste, sin embargo, que tus golpes perfectos y sin huellas borrarían de mi memoria personas y lugares; que arrojarías un velo sobre mi recuerdo de situaciones y sentimientos, al forzarme a adoptar posturas obscenas para imaginar con exactitud intercambios amorosos supuestos que mis palabras no lograban describir. No pensaste, estoy segura, que a medida que pasaban los días, los meses, y se sucedían las torturas cada vez más refinadas, mi mente iría quedando en blanco y no obtendrías satisfacción ni aun si me torturaras hasta morir, porque ya no podría recordar mi vida pasada ni tampoco la presente.

Tus maestros no te advirtieron que eso pasaría y que, al no poder recordar pasado ni presente, me quedaría sin vida y, por tanto, sin amor, sin deseos de complacer, sin remordimientos, y ya no podrías someterme. Porque no es posible someter a alguien si no se tienen armas que garanticen el poder. Y para tener poder sobre una persona es indispensable que tenga algo que perder. Si ya ha perdido la vida, entonces no se la puede abatir. Por otra parte, si un ser humano ha perdido la vida, lo único que le resta es intentar la resurrección.


-- Yo me casé, tengo dos niñitas y un niño, estoy trabajando en la construcción de una carretera—dijiste, cotidiano; pero tus dedos, los mismos dedos que un día arrancaron mis cabellos para castigarme por un beso de algún antiguo enamorado, amante imaginario o vestimenta inapropiada, ahora jugaban nerviosos con una libretita.

-- No has cambiado nada—dije, con una sonrisa que parecía amable, pero que en el fondo tenía una cierta sorna. Me complacía verte allí, diciendo trivialidades mientras tus ojos, todavía azules, parecían suplicar que me marchara, que no te atormentara con el recuerdo inevitable de mis ojos que, llenos de llanto y de silencio, un día habían recibido tus insultos y vejámenes, y que desde hoy caminarían por tu memoria. Yo me preguntaba cuántos ojos, cuánto llanto, cuánto silencio habría en esa memoria ¿sería cierto lo que me habían contado hacía años, que habías entrado en tratos con los militares? ¿Qué te habías convertido en un torturador profesional? Después de todo, la mayoría de tus compañeros había caído durante los primeros meses y tú habías desaparecido misteriosamente; pero no como los otros, a esos que sacaban a tirones de su cama en la madrugada para nunca más volver, sino que habías desaparecido de la escena mucho antes, sin dejar rastro. Además, las circunstancias en que cayó tu mejor amigo fueron muy extrañas ¿sería verdad lo que me dijeron, que lo delataste?

--¿Y tú no saliste del país como los demás?—pregunté, con gesto inocente; pero tú entendiste que mi verdadera pregunta era distinta, porque la larga historia que estructuraste en base a la buena fortuna de haber usado el escondite preciso y a lo oportuno que resultó haberte desligado casualmente de las actividades revolucionarias unas semanas antes me pareció fluida y coherente, salvo por uno que otro detalle que, por supuesto, yo no tenía por qué percibir, siendo una niña de pocas ideas propias, incapaz de entender acciones y principios revolucionarios.

Me sorprendió no sentir miedo, sino, por el contrario, experimentar genuino placer al mirarte directo a los ojos huidizos, deleitarme al observar tus gestos y recordar con entereza los momentos de angustia y terror que un día me habían hecho tanto daño, por los que llegué a perder el apego a mí misma, los que me habían perseguido en sueños durante años. Me sorprendí al mirar tu cabello claro, tu sonrisa amistosa y recordar, por primera vez en quince años, momentos de amor que alguna vez había enterrado para siempre bajo el horror de la tortura. Me sorprendí al darme cuenta de que los recuerdos no me dolían, ni me causaban odio, tristeza o inestabilidad, sino sólo esa sensación de ventanillas de tren que corre tranquilo hacia el lugar donde se quedan los fantasmas que no piensan retornar. Y allí, mirándote mientras subías inexorable al tren, estaba yo, serena y enorme en el andén, llena de toda la vida que había comenzado a construir para mí cuando decidí resucitar. Ahora tenía la seguridad de que con ese episodio amargo yo había ganado, porque mi vida me pertenecía.

Me pregunto qué irán a decir tus compañeros –los que lograron escapar- cuando les narre tu bien estructurada historia del escondite y la buena suerte. Me pregunto si estarás sospechando que se las contaré en cuanto llegue a casa. Me pregunto si sabes que algún día vas a tener que responder con precisión a preguntas directas, y entonces no servirá tu relato. Me pregunto si ya estás pensando en esa posibilidad cierta. Porque un asunto ya viejo un poco oscuro con una mujer desconocida y silenciosa todavía podrá quedar impune en este mundo, pero cuando el asunto un poco oscuro tiene que ver con una colectividad organizada la cosa es muy distinta.

Me pregunto si, en la tranquilidad de tu hogar, junto a tu mujer, tus hijos y tu trabajo de ingeniero, turbarán tu sueño los rostros de Víctor, desaparecido; de Joaquín, muerto en tortura; de Isabel, desaparecida; de Fernando y Teresa, muertos en supuesto enfrentamiento; Jorge, desaparecido; Manuel, ejecutado; Julio, desaparecido; Mario, Jaime, Ernesto, ejecutados el mismo día; Roberto, torturado hasta morir; Gustavo, torturado; Daniela, torturada; Ariel, torturado; Ana, Celina, Victoria, torturadas, torturadas, torturadas…

Me pregunto si la paz de tu alcoba alguna vez se habrá visto intervenida por el velado recuerdo de unos ojos aterrados, suplicantes desde un rostro envuelto en vendas, en un cuarto semioscuro de hospital; por la imagen de una mujer que, después de deslizarse por oníricos pasillos infinitos, corre sin mirar atrás por las calles despobladas de un nebuloso amanecer urbano de domingo.

viernes, 28 de septiembre de 2007

PROXIMIDAD DE MI TÍA ABUELA

Mi tía Emita era encantadora. Todo el tiempo de buen humor, cálida y bien dispuesta, dejaba adivinar una risa permanente en sus ojitos astutos y vivaces, siempre ocultos a medias tras los gruesos cristales verdes. Todo en ella era acogedor y daba una tibia sensación de placidez. Parecía estar satisfecha con su vida, que transcurría intensa entre la exuberante y abigarrada flora del jardín que cultivaba con la misma dedicación con que un día se había entregado a sus alumnos. Recuerdo que era bastante vanguardista para su época. Desde mi corta edad, yo admiraba su valentía, su generosidad, su comunión con las plantas, sus relatos de los maestros hindúes, sus ideas progresistas, su soledad tranquila, su capacidad de enfrentar peligros como si fueran comedia... Me extrañaba que nunca se hubiera casado. Era una mujer tan interesante y tan querible... A mí me fascinaba la suavidad de su rostro arrugado. Su protuberante y blanquísima barbilla me transmitía dulzura y me hacía reír, porque tenía bajo los vellos de terciopelo unos surcos profundos que parecían converger en el labio inferior, que también estaba arrugado.

Decían que una vez había tenido un noviazgo desdichado, de ésos que marcan para toda la vida. ¿En cuál de las innumerables grietas de su rostro suave estaría arraigado ese dolor?



El espejo me devuelve una imagen que empieza a gastarse. Casi puedo identificar episodios en cada cabello cano, en cada una de las marcas que comienzan a surcar mi rostro, en el que se adivinan amores, sueños, desencantos, alegrías...

Surcos horizontales en la frente, verticales entre las cejas, uno en especial, que parece ser la continuación de la ceja izquierda, me llama la atención. Los párpados van adquiriendo un tono violáceo, las pestañas se hacen cada vez más escasas... a veces, el cansancio del día o tal vez de la década se acumula bajo los ojos en protuberancias de amoratada transparencia. Sobre los pómulos, desde el extremo exterior de los ojos hacia abajo, vislumbro unas líneas verticales que se entrecruzan con otras oblicuas que, desde hace ya algún tiempo, se dibujan desde el extremo interior hacia afuera. Dentro de pocos años, estas huellas serán surcos insalvables. La nariz permanece como siempre, aún no ha sufrido alteraciones. En fin, la vellosidad bajo la nariz tampoco muestra cambios significativos; pero en el labio superior sí hay algo importante: la línea difusa que marca el límite entre el vello y la carnosidad del labio propiamente tal ya se ve cruzada por varias cortas, pero profundas grietas paralelas entre sí, que me hacen pensar en damas de siglos idos.

¿Cuál de estos surcos es el que alberga los dolores de mi hijo mayor? ¿en qué párpado está el aborto de mis dieciséis años? Tal vez en el lento descender de las comisuras de los labios, quizás en la incipiente flaccidez de la piel del cuello.

Veo que en mi barbilla empiezan a aparecer pequeños vellos blancos y comienzan a dibujarse unas arrugas que parecen converger hacia el labio inferior. Pero no siento dulzura ni ganas de reír, sino una aversión que no puedo explicar.

¿Será porque nunca he logrado adivinar a las hojitas de toronjil? ¿porque he amado a mis hijos más que a mí misma? ¿porque no he recibido con intensidad lo que tienen para entregar las frutillas y los duraznos, y en cambio he querido recibir de algunos lo que no pueden dar? ¿Cómo sería compartir secretos con las hortensias y las uvas? ¿cómo sentiría mi caricia la piel de una ciruela? Yo no tuve la valentía de vivir sin hombre, ni habría tenido el valor de enfrentar la vida sin parir. No desconozco, sin embargo, que he necesitado juntar coraje para andar y desandar caminos interminables sin saber mucho de riego. Esperando que venga la lluvia he visto morir a mis pensamientos y mis rayitos de sol, pero ya no la espero más. He recordado que mi tía Emita cuidaba con esmero una reserva de agua que mantenía para regar sus plantas. Además, yo también he aprendido a limpiar de sapos y alacranes mi recipiente para el agua de lluvia.


No pretendo ser dueña de su jardín; pero, dios, no permitas que se arrugue mi barbilla antes de que aprenda a querer a las espinas de las tunas.

jueves, 6 de septiembre de 2007



Fascinada
Conservo
Un futuro
Ajeno

Capacitada
Corresponsal
De la libido
Juvenal
Por estas épocas


Creencias
Fueron
Manifiestos

Capaces
De solaces
Arco iris

Analítica
Por estas horas



martes, 4 de septiembre de 2007

Recordando a Ivette Malverde

La sonrisa es la misma
el encuentro se produce
después de cinco años
mientras la conversación
fluye
desde mujeres plásticas
a feministas en papel
estampado con el sello oficial
de un patriarcado universitario penquista

La dulzura es la misma
bajo la boina de lana
y el cansancio de la voz
tejida a crochet

Se me revelan unas ganas de vivir
una perspectiva de luz
interna
donde lo que importa es lo más importante

La convicción es la misma
y tratamos de convencernos
de que la pausa es necesaria

Comemos el queque de fruta
hablamos de mujeres y espiritualidad
de la Patricia Pinto
que se mantiene firme
contra la corriente
de la falta de mujeres que se atrevan
como ella
para que la pausa termine pronto...
aunque sea necesaria

Hablamos de libros escritos en inglés
porque se vive por allá
en la isla europea
de quimioterapias y operaciones...

Entonces Ivette exige al cirujano
que le deje el ombligo
porque es la diferencia
entre una mujer de plástico
y una de verdad.

La visita de la Glo

Gloriosa Glo...
me has traído la música del pasado
que añoro y no extraño
porque aunque la incertidumbre es cruel
como canta Leo Marini
la distancia no se mide en tiempo
sino en retratos del dolor
incrustado en la corteza del tic tac
de esta visita que me trae a Chile de golpe y porrazo
El canto visceral del son
contagia de paso al espíritu errante
de este ser sin ser

Raro, oiga,
se me aparecen rostros concretos
de una amistad en polvo
que desacra las salitreras que no ví
o los hielos despedazados
que no probé
Esta hambruna se pega a la piel
morena
de caminos andados alguna vez
en la memoria

Y para desandarlos
los traspaso de cuaderno
a cuaderno

Después de cinco años sin Chile (2)

Me siento pequeña y humilde
en un Chile nuevo
pero tan viejo
en la memoria
cuando hurgo entre mi gente
de casas de cartón
que sigue soñando
con la casa propia
mientras suenan
los celulares
en la esquina redonda de un mall
centro del comercio penquista
consumista

Después de cinco años sin Chile

A las seis de la mañana
me deslizo entre palabras
mientras las madres y huachos
de la Sonia Montecino se pasean por mi velador chileno
El ronquido suavecito
de Jorge, mi niño, se hunde ahí justo
en mi espalda y me despierta al abrazo desparejo
de Christian, mi niño, en una calle
cansada de este nuevo Concepción

A las seis de la mañana
la Diamela Eltit se abre
al cuarto mundo de mi cabecera
y la Bombal María Luisa se sumerge
en su última niebla por allá
al lado del televisor y la palmatoria

Tropiezo, caigo, resbalo
sin control
por las laderas de este cuaderno
en inglés y en castellano
mientras el Luis Sepúlveda se ríe de mis
desencuentros
con el lenguaje y se carcajea
de las salidas de madre de la Isabel Allende
de su pena...
y de nuevo la Diamela con dedos sangrantes
y manos devoradas
intenta cortar///
cor/ta/r el cordon umbilical
en la imposible página literaria
y sólo consigue sacarme las legañas matutinas

Floto, vuelo, aterrizo
entre writing selves y nomadic subjects
y el hoyo en mi espalda
y un tarro de café (nestlé)
cuelgan de mi lápiz
para que la gramática traicionera
cometa un atraco en las ventoleras del grupo
mujer...

La Arinda y su copa en el velador
vestida para dormir
y este abismo que deforma mi espalda por dormir en solitario
escucha a la Marcela que todavía no está
lista para fingir el deseo
porque quiere hacer al amor
frente a sus queridos enemigos

And the words fall with no sense
and so much...
while her letter brings me the head
of a queen on paper
paper brings me her head
the queen
her head
my head chopped
in her letter

Y salta la Uca desde un eco infinito
hasta los confusos puntos de una desmemoria
que me trae la velocidad suicida y asesinada
de una micro Talcahuano por la autopista
y un chofer cobrador y lacho
que se cree la muerte
porque le saca de un paraguazo
el espejo a una San Pedro por San Martín
que vomita humo negro por detrás
y me hace llorar los ojos y el pecho...
mientras la vorágine de mi espalda atrae los primeros
rayos del sol
a las siete a.m

Desires

I want to float in your womb
swim asleep in your female juices
taste your sweaty milk

Let me smell your woman history
rain your pink mysterious volcano
slither your feminine magic
fly the freedom of your hug

I want to ride your dreams
open up your hopes
water down your tongue
resonate your green ancient memories

Caress my distant ancestors
kiss my feverish lost girl
creep my colonised brow
and drink the colour of my skin.

Roboticus

Pain de-flects my image
pushes it backwards and forwards
turns it upside down
rips me off
inside out
shakes me to silence
pain
she gives me pain
once more
she's left me nothing
but pain...today
exotic, strange, foreign
An empty robot
I am today
I'd better go home.

Three Women and a Postcard

Lumi woman
watery eyes
all the mornings carved
in your reddish skin
in your dry deserted skin
no smile to be smiled.

Black shawl of pride
wraps you up to the chin
shining hair webbed in mystery
younger women secretely drink
the wisdom of your serene
fierce forehead

Lumi woman, stare at the uknown
as I will stare at her from the ink
of a postcard sent over from long and narrow lands
The volcanoes of my ancestors
the forests of my fantasies
the jails of my secret downpurs of despair

Only one postcard I will send to her
Lumi woman and I dreaming together
she will not understand why

Thousands of dawns will pass
red rivers will be born
green moons will scatter the night...
Lumi woman and I will stare at her forever
from the only postcard I will send her
after I leave this land of ghosts.

miércoles, 29 de agosto de 2007

El Acertijo (1)

El acertijo
(Consuelo Rivera Fuentes)
‘Estoy triste y no sé por qué’, pensó Lucila. Había tenido todo el día la sensación de cuchillas silenciosas, de rayos escarbando la tierra que pisaba y esa soledad sideral del cuerpo ausente.
Había nacido en el gran Santiago, cuando las gentes y las plazas y todo era más claro, más sereno y libre. Cuando era muy pequeña trasladaron a su padre al pueblo de Cañete en el sur y allí vivieron durante tres años. Todavía recordaba sus juegos infantiles en la casona enorme que dicen había sido un refugio jesuíta. Los labios agrietados de los campesinos le contaban historias sobre los araucanos y le detallaban gráficamente los ataques que había sostenido Cañete, en ese entonces empezando a crecer.
Un día jugando en el patio sin límites de la gran casa, descubrió lo que le pareció un túnel y quiso recorrerlo.
‘Y si me salen los indios?’ se preguntó con mucho miedo, pero como era curiosa y siempre la atrajeron las oscuridades se echó el miedo al bolsillo del abrigo que llevaba bajo el delantal que su madre le había hecho en la nueva máquina de coser. Emprendió su gran aventura con una vela que encontró en la bodega donde su padre preparaba sidra clandestinamente.
El lugar era húmedo, maloliente y a medida que avanzaba el olor se hacía más putrefacto y estuvo a punto de vomitar. Se sobrepuso a la sensación de agua amarga atrapada en la garganta y de pronto, a la luz tiritona de la vela, vió tirada en el suelo de tierra una calavera que la miraba con una sonrisa aterradora de dientes enormes, pidiéndole ayuda y haciéndole miles de preguntas, en un silencio de hueso y tiempo.
Cuando logró apartar los ojos de aquélla mirada fija en el vacío de las cuencas sin luz, pudo distinguir una sotána y unas manos de hueso que aún aprisionaban un viejo crucifijo verdoso como tratando de extraer de él las respuestas que ella no podía darle.
Con el corazón golpeándole las sienes corrió hacia la salida con un grito de piedra atrapado en la garganta. Pálida y trémula se encerró en su habitación, inmensa y clara, por donde entraba el sol de esa tarde de otoñoprimavera.

No sabía por qué nunca se lo contó a sus padres, pero en su mente, de vez en cuando, volvía a sentir las preguntas de aquél cadáver.
‘No entiendo por qué hoy precisamente, siento esta necesidad absurda de recordar el pasado. ¿Será mi soledad o mi depre?, se preguntó. ‘¿Qué querrían decirme aquéllos ojos de la calavera?’.
Quiso contarle a Pablo lo que estaba experimentado, pero de nuevo sintió el frío astral del largo pasillo oscuro y tragó los sentimientos grises que la estrangulaban.
‘Bueno, tendré que ayudarme sola’, se dijo suspirando hondamente.

Buscó en su memoria los días pasados de su infancia en el campo. Su padre había sido enviado como mecánico del único avión que existía por esos lados y casi se desbarrancó tratabando de aprender a manejar una enorme camioneta azul de un gringo que a ella la asustaba enormente con sus manos grandes y peludas. Recordó que su padre era una persona importante por vestir el uniforme de la fuerza aérea y en las celebraciones de septiembre se sentaba con el sargento de policía local y el alcalde. Las tres autoridades en un pueblo de copihues, chicha y barro permanente. También vinieron a su mente unos niños (un poco mayores que ella )que la sentaban en sus faldas y se tiraban cerro abajo en unas bateas de madera, mientras ella gritaba y reía, haciéndose pipí de gusto y susto al mismo tiempo.
‘Aquí tengo algo’, se dijo. ‘Siempre he buscado lo que me asusta. ¿Seré masoquista?’

Siguó pensando y encontró, muy escondida en su cerebro febril, una perrita llamada Polola que siempre jugaba con ella, con una paciencia enorme. Pero un día tuvo cachorritos y dejó de quererla para pensar sólo en proteger los negros cuerpecitos y cabecitas curiosas de sus manos regordetas y apretadoras.
La noche era fría y llena de ruidos a los que nunca antes había prestado atención…la gata que jugaba con el papel del cajón donde hacía sus necesidades, el ruido del refrigerador al cargar, el tic-tac molestoso de un reloj de baquelita negra y los ladridos de los perros encerrados tras las rejas de las casas vecinas. Por qué estaba consciente de esos ruidos, no lo sabía.

Recordó uno de los muchos veranos pasados en Cañete. Su padre, tal vez añorando tiempos mejores y el ser una autoridad entre la turba de indios y campesinos con chalecos de lana de colores, camisas a cuadros y pantalones grises, había comprado una parcela a la que bautizó ‘La Cambucha’. Ahí se entretenía dando largos paseos hasta el cerro que tenía en su cumbre una virgen y un salto de agua que abastecía a todo Cañete. Desde lo alto del cerro podía ver la parcela de sus padres, el fundo de Don Cucho donde ella y sus hermanos robaban manzanas rojas y jugosas y los fragantes bosques de eucaliptus que rodeaban las casas de madera del pueblo.
Un día se atrevió a ir al aeródromo donde había pasado su niñez. Con mucha pena y lágrimas vió que solamente quedaban algunas paredes sin techo y un manzano esquelético donde antes habían estado la casona y el patio de sus sueños. Buscó el túnel, pero no logró encontrarlo. ¿Es que lo había soñado todo?

De vuelta a la parcela, divisó una carreta con tambores de agua y apresuró el paso, pues sabía que era el viejo Anito que la sacaba a pasear a caballo cuando era pequeña. Recordaba sus manos callosas, de uñas negras de rasguñar la tierra tantos años; pero que la acariciaban tiernamente y toscamente a la vez.
‘Anito, ¿cómo está? ¿Qué lo trae por estos lados?’
‘Venía a ver al patrón y a usted, puh’, se rió con una risa alegre y desdentada.
‘¿Por qué me trata de usted si yo soy la misma que se le subía al apa y le tiraba el pelo, recuerda?’, le preguntó con extrañeza.
‘Gueno, puh, a verte a tí’, respondió el viejo campesino.
Lucila deseaba hacerle mil preguntas, pero no se atrevía por temor a las respuestas.
Finalmente, después de darle un mate con toronjil, leche y pan hecho en panadería (nunca había sido buena para cocinar ni amasar), dijo:
¿Sabe? Quiero preguntarle algo’, desvió la mirada y la fijó en el frutillar que se extendía a la izquierda de la casa.
‘‘Diga no má’, qué sería?’’
‘¿Usted recuerda la casa donde vivíamos cuando mi papá era mecánico aquí?
‘Claro que sí. Después que ustedes se fueron a Concepción, yo me quedé a vivir con la finá Tomasa, que en paz descanse’, dijo persignándose.
‘¿Usted nunca vió un túnel detrás de la casa, en el patio?...
‘ ¿En el patio?...Ah, sí. Un día mi chiquillo, el Joaquín que es un poco loquito, llegó llorando y todo cochino. ¿Qué le pasó hombre?, le pregunté, y él contestó que había visto al diablo en una parte larga y ‘re’ oscura.
‘El túnel?, preguntó Lucila, tratando de dar un tono de indiferencia a la pregunta.
‘Gueno, eso…yo fuí a ver, pero me dió julepe y tapé el hoyo con tierra encima. Planté algunos árboles cerca y le puse una mata de ajo…pa’ espantar el diablo, puh’, se persignó nuevamente. ‘Decía la finá Tomasa, que en paz descanse, que los curitas españoles que vivieron ahí hicieron un…túnel pa’ arracncarse de los indios cuando atacaban. Según ella el túnel iba a dar al fuerte Tucapel’.
‘Ah!, gracias Anito’, dijo pensativa.

Desde ese entonces logró llevar una vida tranquila en la superficie, sin mayores problemas, excepto los de ahorrar para comprar la famosa y bullada casa propia y las enfermedades propias de su sistema nervioso. Sin embargo, en el fondo de su atormentada cabeza una muda pregunta repiqueteaba como las antiguas campanas de las antiguas iglesias de los antiguos jesuítas.

En fin, ya no importaba. Sentada y tratando de dar una respuesta a ese angustiado cadáver, la encontró la mañana, dormida sobre el sillón y con una mueca parecida a la sonrisa irónica en sus labios. Ironía que dicen pone siempre en sus palabras y sus gestos. Mueca que quedó estampada en su boca, ya sin dientes, de aquélla tarde de otoño-primavera.

domingo, 26 de agosto de 2007

CuidArte


Creare nuevamente mundos luminiscentes,
En donde se generen tramas de gotas rosas
Y terciopelos calidos al amanecer.

Tras este primer reflejo de luz,
Guiare mis manos hacia sutiles acuarelas,
Dibujare corazones y canciones.

Sacrificare mis pecados
Y arrancare los tuyos con solo moldearlos,
Con solo acariciarlos…

Tan pronto como amanezca
Estaré nuevamente en mí…

jueves, 23 de agosto de 2007


Al presente,
Prueba,
Mastica
Y vota.

Más,
Saboréame,
Exclusiva en el recuerdo.

martes, 21 de agosto de 2007

Carta a mi padre en su lecho

Ay que mis palabras
hicieran el milagro
de las flores
del desierto
y te llegaran
en alas de mariposa
blanca
o a lomo de hipocampo
para que pudieras
elegir

martes, 14 de agosto de 2007

La muñeca de porcelana
Mercedes Díaz Vallejos
(Consuelo Rivera Fuentes)
“Mi mamá me ama. Mi mamá me mima”, decía la pizarra del profesor universitario de socio-linguística. Sin saber cómo, se vió subiendo las paredes del pasillo angosto para esconderse en la húmeda obscuridad del entretecho. Recién había tenido una pelea con el Choche por haberle tocado el trasero, sin su permiso.
- ¿Que te creís, maricón de mierda? ¿Que me dejo tocar por cualquier guevón?
Con los ojos enfurecidos entró a su casa dando un portazo. Una vez en el baño, único lugar privado del departamento, que sus padres habían comprado gracias a la Corvi, examinó los utensilios de afeitar de su padre. Isopo para la espuma que lo hacía ver como un dios romano -cruel-, colonia inglesa para después de afeitarse (no entendía por qué se pegaba en la cara cada vez que se aplicaba la colonia y chirriaba como puerta vieja tratando de no gritar de dolor) y un paquete de hojas de afeitar. “Gillette”, decía el paquete, “afeita mejor”. Abrió la caja y lentamente sacó un hoja nueva, reluciente; un estremecimiento recorrió su cuerpo infantil.
Afuera en el balcón, la mamá de Choche colgaba las ropas de los cuatro hijos que le había dejado su marido al morir. Había ido al velorio - que en esa época se celebraban en la casa - cuando trajeron al vecino después del accidente. “Pobre vecino, era tan bueno”, decían las vecinas del bloque. Nunca había mirado a un muerto. Su curiosidad la hizo empinarse y vió la cara gris del vecino enmarcada en un paño blanco, como una cofia de monja. Se veía extraño, como si estuviera durmiendo, con los ojos entrecerrados, fijos, y un rictus de horror en los labios descoloridos. A lo mejor había sentido la risa de la muerte antes que la micro lo tirara volando quién sabe a cuántos metros de su moto de carreras nueva; roja, brillante e imponente.
- No hay que mirarle la cara a los muertos, porque se meten a tus ojos y al final ves todo al revés, como si estuvieras al otro lado de un espejo. Es malo, no lo hagas, le había dicho su mamá. Pero la porfía era su pecado original, capital y venial, como decía su cura confesor, y lo había mirado una y otra vez.

No sintió nada al principio, pero esa noche y muchas otras más, se le apareció la cara del vecino en sueños. Según la Ramona era el alma del vecino que buscaba su cuerpo en alguna parte de ese bloque de departamentos. No sabía el vecino que su cuerpo yacía en el cementerio, en el patio de los queda’os, decía la Ramona. ¿Ves tú que mi mamá se me aparece casi todas las noches?
- ¿Es por eso que despiertas llorando?, le preguntó con lástima.
- Sí, respondió con un suspiro de miedo. Es como si me estuviera castigando, porque yo sigo viva.
“A lo mejor es porque te besas con mi papá cuando mi mami anda en el centro”, pensó sin decir nada.
- Ms Díaz, are you all right?, la voz del profesor de linguística la trajo al presente inglés, ese que ella misma había elegido vivir; pero que la alienaba y silenciaba, la silenciaba, la silenciaba... y la hacía pensar puras leseras. El profesor le recordaba a Choche, con sus pelos parados y la sonrisa de payaso cada vez que se dirigía a ella.
La sonrisa se la había abierto ella con una hoja de afeitar...el corte limpio había dejado al descubierto casi todas las muelas del lado derecho de la cara cubierta de espinillas purulentas. Después de ‘afeitarlo’, corrió a esconderse en el entretecho del edificio que iba desde la casa 17 donde vivía Laura, su mejor amiga, a la 24 donde vivía el guatón Toby, el Toño y un montón de hermanos, todos rubios, como el profesor. En ese entretecho largo, húmedo y maloliente había tenido su primera experiencia sexual...o así lo creyó por un largo tiempo, hasta que el deseo real y el dolor de su primera penetración de verdad se mezclaron con el miedo de quedar embarazada.
- Ahora eres una verdadera mujer, le había dicho su madre cuando asustada le contó que estaba sangrando de “ahí” Si te pones a hacer leseras con los hombres vas a quedar preñada como una vaca y nadie te va a dar ni la hora cuando crezcas.
El grupo de chiquillos que a escondidas subían al entretecho como gatos en celo, hacían cola para refregarse en su pubis, cubierto por los calzones de franela que le compraba su mamá. El juguetón ritual dominical se repetía cada vez que sus padres iban al cine y la dejaban al cuidado de sus cinco hermanos menores. Los chiquillos la trataban como una princesa; ponían un frazada de lana de oveja para que estuviera cómoda y caliente...mientras uno por uno los niños jugaban a ser hombres. No sabían ellos lo que ella sabía; que los verdaderos hombres se subían a las camas de sus nanas y las besaban ahogándose en la lascivia de lo prohibido...No, pues Don Carlos..¿ no ve que puede llegar la señora Victoria?

- ¡Mercedes, baja de ahí antes que te baje a puros correazos!, gritó su madre, mientras ella se meaba de susto, no por lo que había hecho, sino por los correazos que le darían con el cordón de la plancha...

- ¿Por qué escribió esa frase en la pizarra?, le preguntó al profesor.
El profesor la miró desconcertado. No entendía castellano.
- Why have you written that sentence on the board?, repitió en inglés. Siempre era ella la que tenía que hacer el esfuerzo de decir lo que quería decir, en ese idioma de moscas.
Más desconcierto; el profesor la miraba a ella y luego a la pizarra como si estuviera mirando un partido de tenis.
- What sentence?, preguntó con su sonrisa de payaso.
“Mi mamá me ama. Mi mamá me mima”, leyó en voz alta, mientras sacaba una pelusa imaginaria de su chaleco artesanal.

- Mi mamá me ama, le contó a Laura la de la casa 17. Me regaló esta muñeca para la pascua.
La muñeca era de porcelana y regordeta. Tenía unos cachetes rojos y una sonrisa de carmesí fija, como los ojos entrecerrados del vecino. Ahora llevaba su muñeca a todos lados, excepto al entretecho.
Miró el suelo alfombrado de la oficina de su profesor de linguística. “En Chile nunca ví una casa con alfombras”, se dijo. Mi casa tenía suelo de madera que tenía que encerar con betún café. No tenía aspiradora, ni enceradora eléctrica. Todo el brillo se sacaba con un simple chancho de palo que de vez en cuando - ¡ qué tonta era de repente! -echaba de menos, como al Rasputín, aquél perro fiel que tuvo que dejar al venirse a este país que la alimentaba con arena seca. Y cuando era niña, cuando vivía en Lorenzo Arenas, todos los edificios tenían suelo de baldosas y estaban siempre brillantes, porque las mujeres, las dueñas de casa, se encargaban de barrer, encerar y pulir las baldosas todos los días. “Aquí en Inglaterra no hacen eso las mujeres”, pensó divertida. Las mujeres en la población y en el edificio que estaba frente a la escuela, limpiaban, colgaban ropa y copuchaban, a la vez que le echaban una mirada a la pila de críos que jugaban al pillarse, a las bolitas, o al fútbol en la cancha del otro lado del bloque.
Los niños por su parte, cuando no estaban jugando o explorando el despertar de su sexualidad, se reunían en las escaleras a tocar guitarra y cantar canciones de Los Iracundos, la Cecilia de Tomé, Los Bric-a-Brac. ¡Puerto Mooo-o-ont, me alejé de tíí, sin saber por quéé! cantaban a coro. O ella cantaba, imitando a su ídola: Noche...playaaa, risas, peeeenaaar...las olas al pasar parecen murmurar, la canción que nunca calla.....! mientras los demás se cagaban de la risa, porque su voz no le alcancazaba para llegar al registro tan alto y particular de la cantante de la nueva ola..
Desde hacía un tiempo jugaban a saltar desde el peldaño más alto al descanso del piso más abajo. Eran diez peldaños, cuidadosamente barridos por alguna de las ocho mujeres de ese tercer piso. Una vez, se había dislocado el tobillo tratando de derrotar al Choche (le había tomado pica desde que su madre le sacó la cresta con el cordón de la plancha por tajearle la cara, aún cuando le explicó llorando por qué lo había hecho -mi mamá me mima) que era el campeón de ese piso. Martín era el campeón del segundo piso. Ella quería derrotar a los dos y se concentraba sudando en no tener miedo:
“Primer peldaño, un moco”, se decía.
“Segundo peldaño, super fácil”.
“Cuarto peldaño, aquí voy”, un poco de impulso y ahí estaba ella, saltando.
“Séptimo escalón...chitas que se ve alto”...una pequeña vacilación. Casi no salta, pero la voz del Choche con la sonrisa de payaso que ella le había tallado diciéndole “gallina, gallina” le dió la determinación para volar.
“Décimo escalón...me voy a sacar la contumelia”, pensó. “A la mierda, yo lo puedo hacer. Además el Choche está puro echándome carbón, porque él tiene miedo de saltar.
Aquí voy...salto, vuelo con mis brazos”. Todo el cuerpo de Mercedes se inclinaba, tenso para aterrizar sin problemas. ¡Gallina, gallina!, le gritó burlonamente al Choche, una fracción de segundo antes que el aterrizaje perfecto se convirtiera en una pila de dolor en su pierna derecha. No lloró, pero se arrastró a observar como Choche saltaba sin problemas.
La próxima vez sería desde el balcón del segundo piso al suelo de tierra, sin peldaños, sólo el balcón y más abajo el suelo.
Laura ofreció cuidar su muñeca de porcelana mientras ella saltaba.
Las madres en el intertanto, escuchaban radiodramas, copuchaban, se visitaban, o planchaban su monotonía mientras escuchaban tangos en Bío-Bío...la radio. Los padres brillaban por su ausencia, ya sea porque estaban trabajando o porque estaban visitando a sus minas.
Nadie notó que el juego de saltar y volar se había vuelto peligroso. Todos los niños de los veinticuatro departamentos del bloque se habían reunido en el balcón. ¡Mercedes y el Choche iban a saltar!
Le entregó su muñeca a Laura, quien prometió cuidarla si algo le pasaba en el juego de volar.
Los dos niños treparon juntos al borde del balcón. Mercedes miró al suelo oscuro de tierra suelta y se sintió mareada; su boca se llenó de agua, como el preludio a un gran vómito.
“Gallina, gallina” susurraba Choche a través de los perfectos dientes blanqueados con Odontine.
- !De noche y de mañaniiitaaa, o-don-tine!, cantó ante la estupefacción de Choche que no entendía por qué estaba cantando el comercial.
- ¡Ahora!, dijo ella, e ignorando el tren que chaca-chaca-cheaba en su corazón, voló mientras oía los gritos de los otros niños. Extrañamente, pensó que podía oir el piar desesperado de un gorrión herido que estaba cuidando en su dormitorio. Pero, ¿cómo podía ser? El gorrión estaba en una caja de zapatos en un nido de algodón que ella le había hecho hacía dos días y además no podía volar, porque estaba débil y era demasiado pequeño todavía. ¿Cómo podía estar cantando a su lado? Seguro era su imaginación, o era otro gorrión de los que abundaban en la población y que dejaban la ropa colgada en los balcones llena de caca blanca...

¡Lo había hecho! Había aterrizado como una gata en sus pies y manos. El impacto fue tremendo, pero ¡lo había logrado!
El Choche también había saltado sin problemas y la cabrería se volvió loca, riendo y aullando como los indios apaches de las películas de vaqueros que veían en la iglesia los domingos por la tarde.
- Esperen un minuto, ¿Adónde van todos corriendo? ¿Qué van a hacer? ¿A qué le están tirando piedras?, gritó Mercedes, sin que nadie la escuchara.
Corrió al círculo de delirantes niños, mientras sacudía sus ropas - no fuera a ser que su madre la castigara por ensuciar su mejor vestido - y su corazón se congeló para siempre.
Allí, en el círculo de niños, yacía su gorrión...inmóvil, excepto cuando una piedra lanzada por Laura golpeó las frágiles alas. El sol se puso triste.
Lloró de rabia, con lágrimas secas y gritos pegados a su garganta. El borboteo de la sangre agolpada en las sienes le traía las risas infantiles como si estuviera en un sueño lejano, lejano, lejano... Caminó pesadamente para interpelar a Laura. ¡¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste?!
Las dos niñas lucharon en el suelo polvoriento; agitadas, llorando y golpeándose ciegamente.
- ¡Fue tu hermano! El trajo al pájaro de mierda aquí. No fuí yo. Yo tiré piedras, pero tu hermano dijo que estaba bien!, gritaba Laura con desesperación.
Mercedes la soltó, cansada, triste, adolorida, llorosa. Ya no le preocupaba que su vestido estuviera sucio.
- ¡Devuélveme la muñeca!, demandó gritando. Laura corrió al tercer piso donde había dejado a la muñeca sentada en el balcón. Una extraña sonrisa se paseaba en su cara sucia de tierra y lágrimas. El corazón de Mercedes empezó a chaca-chaca-chear de nuevo, rápido, más rápido.
“Cuidado, no corras, no demuestres tu rabia; sálvala primero, cuidado”, se dijo despacito, y subió los últimos peldaños que la separaban de Laura, casi en cámara lenta. Al llegar al décimo peldaño extendió los brazos para recibir a la muñeca. La sonrisa de Laura se volvió tic maligno del labio inferior y de pronto golpeó la cara de porcelana en el borde del balcón una y otra vez. Algunos trozos cayeron a sus pies en las rojas baldosas enceradas. Puso uno por uno los brillantes fragmentos en la falda de su vestido y los enterró junto con su gorrión, mientras el Choche le decía : -eso te pasa por maricona y por dejarme marcado para siempre.

Aguantó sin chistar los correazos de su madre por haberle pegado a Laura, por ensuciar su mejor vestido y por romper todos los discos de su hermano. Con lo que cuestan, por Dios, Mercedes. ¿Qué voy a hacer contigo, por la cresta?
- No se preocupe, mamá. Desde ahora seré una niña ejemplar; nunca más le voy a dar problemas, le dijo sollozando.
Luego pidió que nunca más, pero re-nunca más le regalaran muñecas o juguetes. Dejó de saltar y nunca más voló de nuevo; excepto para cruzar la Cordillera y el Atlántico, para llegar al país donde los gorriones se llaman sparrows y las muñecas dolls. Sus alas yacen plegadas en la caja de zapatos donde puso al gorrión y su muñeca, en el mismo hoyo que cavó con sus manos temblorosas; en el mismo lugar donde había aterrizado en su último vuelo.
- You must be mistaken, there is no sentence on the board, dijo el profesor. What does that sentence you said mean, anyway?, preguntó.
- I can’t translate it into English, or into any other language for that matter. Don’t worry, dijo Mercedes y salió de la oficina repitiendo: ¿Mi mamá me ama? Me ama mi mamá? ¿Mima mi mamá? Mamá, ¿me ama? Mamá, ¿me mima?
Fragmentada, infiltrada
partida de país, de lengua
de cueca, de pan caliente comprado en la panadería de la esquina
partida en mi cabeza, el inglés
el castellano, el chileno
se confunden y me dejan la garganta arenosa
por siempre
ya no más consuelo la total, la entera, la de mantequilla y asado al palo
siempre fragmentada, partida, despedazada en mis amores
en mi cultura e incultura
extraña aquí y allá,
incompleta allá y acá.
Shit, mierda, shit, shit, mierda (bis)

sábado, 7 de julio de 2007

Infiltración

Me infiltraron el alma
un día de marzo
y el dolor permanente
desapareció
por esa ventanita
donde se coló
el cristal de sus ojos
verdes