miércoles, 29 de agosto de 2007

El Acertijo (1)

El acertijo
(Consuelo Rivera Fuentes)
‘Estoy triste y no sé por qué’, pensó Lucila. Había tenido todo el día la sensación de cuchillas silenciosas, de rayos escarbando la tierra que pisaba y esa soledad sideral del cuerpo ausente.
Había nacido en el gran Santiago, cuando las gentes y las plazas y todo era más claro, más sereno y libre. Cuando era muy pequeña trasladaron a su padre al pueblo de Cañete en el sur y allí vivieron durante tres años. Todavía recordaba sus juegos infantiles en la casona enorme que dicen había sido un refugio jesuíta. Los labios agrietados de los campesinos le contaban historias sobre los araucanos y le detallaban gráficamente los ataques que había sostenido Cañete, en ese entonces empezando a crecer.
Un día jugando en el patio sin límites de la gran casa, descubrió lo que le pareció un túnel y quiso recorrerlo.
‘Y si me salen los indios?’ se preguntó con mucho miedo, pero como era curiosa y siempre la atrajeron las oscuridades se echó el miedo al bolsillo del abrigo que llevaba bajo el delantal que su madre le había hecho en la nueva máquina de coser. Emprendió su gran aventura con una vela que encontró en la bodega donde su padre preparaba sidra clandestinamente.
El lugar era húmedo, maloliente y a medida que avanzaba el olor se hacía más putrefacto y estuvo a punto de vomitar. Se sobrepuso a la sensación de agua amarga atrapada en la garganta y de pronto, a la luz tiritona de la vela, vió tirada en el suelo de tierra una calavera que la miraba con una sonrisa aterradora de dientes enormes, pidiéndole ayuda y haciéndole miles de preguntas, en un silencio de hueso y tiempo.
Cuando logró apartar los ojos de aquélla mirada fija en el vacío de las cuencas sin luz, pudo distinguir una sotána y unas manos de hueso que aún aprisionaban un viejo crucifijo verdoso como tratando de extraer de él las respuestas que ella no podía darle.
Con el corazón golpeándole las sienes corrió hacia la salida con un grito de piedra atrapado en la garganta. Pálida y trémula se encerró en su habitación, inmensa y clara, por donde entraba el sol de esa tarde de otoñoprimavera.

No sabía por qué nunca se lo contó a sus padres, pero en su mente, de vez en cuando, volvía a sentir las preguntas de aquél cadáver.
‘No entiendo por qué hoy precisamente, siento esta necesidad absurda de recordar el pasado. ¿Será mi soledad o mi depre?, se preguntó. ‘¿Qué querrían decirme aquéllos ojos de la calavera?’.
Quiso contarle a Pablo lo que estaba experimentado, pero de nuevo sintió el frío astral del largo pasillo oscuro y tragó los sentimientos grises que la estrangulaban.
‘Bueno, tendré que ayudarme sola’, se dijo suspirando hondamente.

Buscó en su memoria los días pasados de su infancia en el campo. Su padre había sido enviado como mecánico del único avión que existía por esos lados y casi se desbarrancó tratabando de aprender a manejar una enorme camioneta azul de un gringo que a ella la asustaba enormente con sus manos grandes y peludas. Recordó que su padre era una persona importante por vestir el uniforme de la fuerza aérea y en las celebraciones de septiembre se sentaba con el sargento de policía local y el alcalde. Las tres autoridades en un pueblo de copihues, chicha y barro permanente. También vinieron a su mente unos niños (un poco mayores que ella )que la sentaban en sus faldas y se tiraban cerro abajo en unas bateas de madera, mientras ella gritaba y reía, haciéndose pipí de gusto y susto al mismo tiempo.
‘Aquí tengo algo’, se dijo. ‘Siempre he buscado lo que me asusta. ¿Seré masoquista?’

Siguó pensando y encontró, muy escondida en su cerebro febril, una perrita llamada Polola que siempre jugaba con ella, con una paciencia enorme. Pero un día tuvo cachorritos y dejó de quererla para pensar sólo en proteger los negros cuerpecitos y cabecitas curiosas de sus manos regordetas y apretadoras.
La noche era fría y llena de ruidos a los que nunca antes había prestado atención…la gata que jugaba con el papel del cajón donde hacía sus necesidades, el ruido del refrigerador al cargar, el tic-tac molestoso de un reloj de baquelita negra y los ladridos de los perros encerrados tras las rejas de las casas vecinas. Por qué estaba consciente de esos ruidos, no lo sabía.

Recordó uno de los muchos veranos pasados en Cañete. Su padre, tal vez añorando tiempos mejores y el ser una autoridad entre la turba de indios y campesinos con chalecos de lana de colores, camisas a cuadros y pantalones grises, había comprado una parcela a la que bautizó ‘La Cambucha’. Ahí se entretenía dando largos paseos hasta el cerro que tenía en su cumbre una virgen y un salto de agua que abastecía a todo Cañete. Desde lo alto del cerro podía ver la parcela de sus padres, el fundo de Don Cucho donde ella y sus hermanos robaban manzanas rojas y jugosas y los fragantes bosques de eucaliptus que rodeaban las casas de madera del pueblo.
Un día se atrevió a ir al aeródromo donde había pasado su niñez. Con mucha pena y lágrimas vió que solamente quedaban algunas paredes sin techo y un manzano esquelético donde antes habían estado la casona y el patio de sus sueños. Buscó el túnel, pero no logró encontrarlo. ¿Es que lo había soñado todo?

De vuelta a la parcela, divisó una carreta con tambores de agua y apresuró el paso, pues sabía que era el viejo Anito que la sacaba a pasear a caballo cuando era pequeña. Recordaba sus manos callosas, de uñas negras de rasguñar la tierra tantos años; pero que la acariciaban tiernamente y toscamente a la vez.
‘Anito, ¿cómo está? ¿Qué lo trae por estos lados?’
‘Venía a ver al patrón y a usted, puh’, se rió con una risa alegre y desdentada.
‘¿Por qué me trata de usted si yo soy la misma que se le subía al apa y le tiraba el pelo, recuerda?’, le preguntó con extrañeza.
‘Gueno, puh, a verte a tí’, respondió el viejo campesino.
Lucila deseaba hacerle mil preguntas, pero no se atrevía por temor a las respuestas.
Finalmente, después de darle un mate con toronjil, leche y pan hecho en panadería (nunca había sido buena para cocinar ni amasar), dijo:
¿Sabe? Quiero preguntarle algo’, desvió la mirada y la fijó en el frutillar que se extendía a la izquierda de la casa.
‘‘Diga no má’, qué sería?’’
‘¿Usted recuerda la casa donde vivíamos cuando mi papá era mecánico aquí?
‘Claro que sí. Después que ustedes se fueron a Concepción, yo me quedé a vivir con la finá Tomasa, que en paz descanse’, dijo persignándose.
‘¿Usted nunca vió un túnel detrás de la casa, en el patio?...
‘ ¿En el patio?...Ah, sí. Un día mi chiquillo, el Joaquín que es un poco loquito, llegó llorando y todo cochino. ¿Qué le pasó hombre?, le pregunté, y él contestó que había visto al diablo en una parte larga y ‘re’ oscura.
‘El túnel?, preguntó Lucila, tratando de dar un tono de indiferencia a la pregunta.
‘Gueno, eso…yo fuí a ver, pero me dió julepe y tapé el hoyo con tierra encima. Planté algunos árboles cerca y le puse una mata de ajo…pa’ espantar el diablo, puh’, se persignó nuevamente. ‘Decía la finá Tomasa, que en paz descanse, que los curitas españoles que vivieron ahí hicieron un…túnel pa’ arracncarse de los indios cuando atacaban. Según ella el túnel iba a dar al fuerte Tucapel’.
‘Ah!, gracias Anito’, dijo pensativa.

Desde ese entonces logró llevar una vida tranquila en la superficie, sin mayores problemas, excepto los de ahorrar para comprar la famosa y bullada casa propia y las enfermedades propias de su sistema nervioso. Sin embargo, en el fondo de su atormentada cabeza una muda pregunta repiqueteaba como las antiguas campanas de las antiguas iglesias de los antiguos jesuítas.

En fin, ya no importaba. Sentada y tratando de dar una respuesta a ese angustiado cadáver, la encontró la mañana, dormida sobre el sillón y con una mueca parecida a la sonrisa irónica en sus labios. Ironía que dicen pone siempre en sus palabras y sus gestos. Mueca que quedó estampada en su boca, ya sin dientes, de aquélla tarde de otoño-primavera.

domingo, 26 de agosto de 2007

CuidArte


Creare nuevamente mundos luminiscentes,
En donde se generen tramas de gotas rosas
Y terciopelos calidos al amanecer.

Tras este primer reflejo de luz,
Guiare mis manos hacia sutiles acuarelas,
Dibujare corazones y canciones.

Sacrificare mis pecados
Y arrancare los tuyos con solo moldearlos,
Con solo acariciarlos…

Tan pronto como amanezca
Estaré nuevamente en mí…