viernes, 26 de octubre de 2007

El Acertijo capítulos 1 y 2 Revisados

El acertijo
Consuelo Rivera Fuentes
Capítulo 1
“Estoy triste y no sé por qué”, pensó Lucila. Había tenido todo el día la sensación de cuchillas silenciosas, de rayos escarbando la tierra que pisaba y esa soledad sideral del cuerpo ausente.
Había nacido en el gran Santiago, cuando la gente y las plazas y todo era más claro, más sereno y libre. Cuando era muy pequeña trasladaron a su padre al pueblo de Cañete en el sur y allí vivieron durante tres años. Todavía recordaba sus juegos infantiles en la casona enorme que dicen había sido un refugio jesuíta. Los labios agrietados de los campesinos le contaban historias sobre los mapuche y le detallaban gráficamente los ataques que había sostenido Cañete, en ese entonces empezando a crecer.
Un día jugando en el patio sin límites de la gran casa, descubrió lo que le pareció un túnel y quiso recorrerlo.
“Y si me salen los indios?” se preguntó con mucho miedo, pero como era curiosa y siempre la atrajeron las oscuridades se echó el miedo al bolsillo del abrigo que llevaba bajo el delantal que su madre le había hecho en la nueva máquina de coser. Emprendió su gran aventura con una vela que encontró en la bodega donde su padre preparaba sidra clandestinamente.
El lugar era húmedo, maloliente y a medida que avanzaba el olor se hacía más putrefacto y estuvo a punto de vomitar. Se sobrepuso a la sensación de agua amarga atrapada en la garganta y de pronto, a la luz tiritona de la vela, vió tirada en el suelo de tierra una calavera que la miraba con una sonrisa aterradora de dientes enormes, pidiéndole ayuda y haciéndole miles de preguntas, en un silencio de hueso y tiempo.
Cuando logró apartar los ojos de aquélla mirada fija en el vacío de las cuencas sin luz, pudo distinguir una sotana y unas manos de hueso que aún aprisionaban un viejo crucifijo verdoso como tratando de extraer de él las respuestas que ella no podía darle.
Con el corazón golpeándole las sienes corrió hacia la salida con un grito de piedra atrapado en la garganta. Pálida y trémula se encerró en su habitación, inmensa y clara, por donde entraba el sol de esa tarde de otoñoprimavera.
No sabía por qué nunca se lo contó a sus padres, pero en su mente, de vez en cuando, volvía a sentir las preguntas de aquél cadáver.
“No entiendo por qué hoy precisamente, siento esta necesidad absurda de recordar el pasado. ¿Será mi soledad o mi depre?”, se preguntó. “¿Qué querrían decirme aquéllos ojos de la calavera?”.
Quiso contarle a Pablo lo que estaba experimentado, pero de nuevo sintió el frío astral del largo pasillo oscuro y tragó los sentimientos grises que la estrangulaban.
“Bueno, tendré que ayudarme sola”, se dijo suspirando hondamente.
Buscó en su memoria los días pasados de su infancia en el campo. Su padre había sido enviado como mecánico del único avión que existía por esos lados y casi se desbarrancó tratabando de aprender a manejar una enorme camioneta azul de un gringo que a ella la asustaba enormente con sus manos grandes y peludas. Recordó que su padre era una persona importante por vestir el uniforme de la fuerza aérea y en las celebraciones de septiembre se sentaba con el sargento de policía local y el alcalde. Las tres autoridades en un pueblo de copihues, chicha y barro permanente. También vinieron a su mente unos niños (un poco mayores que ella )que la sentaban en sus faldas y se tiraban cerro abajo en unas bateas de madera, mientras ella gritaba y reía, haciéndose pipí de gusto y susto al mismo tiempo.
“Aquí tengo algo”, se dijo. “Siempre he buscado lo que me asusta. ¿Seré masoquista?”
Siguó pensando y encontró, muy escondida en su cerebro febril, una perra negra llamada Polola que siempre jugaba con ella, con una paciencia enorme. Pero un día tuvo cachorros y dejó de quererla para pensar sólo en proteger los negros cuerpecitos y cabecitas curiosas de sus manos regordetas y apretadoras.
La noche era fría y llena de ruidos a los que nunca antes había prestado atención…la gata que jugaba con el papel del cajón donde hacía sus necesidades, el ruido del refrigerador al cargar, el tic-tac molestoso de un reloj de baquelita negra y los ladridos de los perros encerrados tras las rejas de las casas vecinas. Por qué estaba consciente de esos ruidos, no lo sabía.
Recordó uno de los muchos veranos pasados en Cañete. Su padre, tal vez añorando tiempos mejores y el ser una autoridad entre la turba de mapuche y campesinos con chalecos de lana de colores, camisas a cuadros y pantalones grises, había comprado una parcela a la que bautizó ‘La Cambucha’. Ahí se entretenía dando largos paseos hasta el cerro que tenía en su cumbre una virgen y un salto de agua que abastecía a todo Cañete. Desde lo alto del cerro podía ver la parcela de sus padres, el fundo de Don Cucho donde ella y sus hermanos robaban manzanas rojas y jugosas y los fragantes bosques de eucaliptus que rodeaban las casas de madera del pueblo.
Un día se atrevió a ir al aeródromo donde había pasado su niñez. Con mucha pena y lágrimas vió que solamente quedaban algunas paredes sin techo y un manzano esquelético donde antes habían estado la casona y el patio de sus sueños. Buscó el túnel, pero no logró encontrarlo. ¿Es que lo había soñado todo?
De vuelta a la parcela, divisó una carreta con tambores de agua y apresuró el paso, pues sabía que era el viejo Anito que la sacaba a pasear a caballo cuando era pequeña. Recordaba sus manos callosas, de uñas negras de rasguñar la tierra tantos años; pero que la acariciaban tiernamente y toscamente a la vez.
‘Anito, ¿cómo está? ¿Qué lo trae por estos lados?’
‘Venía a ver al patrón y a usted, puh’, se rió con una risa alegre y desdentada.
‘¿Por qué me trata de usted si yo soy la misma que se le subía al apa y le tiraba el pelo, recuerda?’, le preguntó con extrañeza.
‘Gueno, puh, a verte a tí’, respondió el viejo campesino.
Lucila deseaba hacerle mil preguntas, pero no se atrevía por temor a las respuestas.
Finalmente, después de darle un mate con toronjil, leche y pan de panadería, porque de cocinar y amasar no sabía mucho, dijo:
‘¿Sabe? Quiero preguntarle algo’, desvió la mirada y la fijó en el frutillar que se extendía a la izquierda de la casa.
‘Diga no má’, qué sería?’
‘¿Usted recuerda la casa donde vivíamos cuando mi papá era mecánico aquí?’
‘Claro que sí. Después que ustedes se fueron a Concepción, yo me quedé a vivir con la finá Tomasa, que en paz descanse’, dijo persignándose.
‘¿Usted nunca vió un túnel detrás de la casa, en el patio?...’
‘¿En el patio?...Ah, sí. Un día mi chiquillo, el Joaquín que es un poco loquito, llegó llorando y todo cochino. ¿Qué le pasó hombre?, le pregunté, y él contestó que había visto al diablo en una parte larga y re’ oscura’.
‘El túnel?’, preguntó Lucila, tratando de dar un tono de indiferencia a la pregunta.
‘Gueno, eso…yo fuí a ver, pero me dió julepe y tapé el hoyo con tierra encima. Planté algunos árboles cerca y le puse una mata de ajo…pa’ espantar el diablo, puh’, se persignó nuevamente. ‘Decía la finá Tomasa, que en paz descanse, que los curitas españoles que vivieron ahí hicieron un…túnel pa’ arrancarse de los indios cuando atacaban. Según ella el túnel iba a dar al fuerte Tucapel’.
‘Ah!, gracias Anito’, dijo pensativa.

Desde ese entonces logró llevar una vida tranquila en la superficie, sin mayores problemas, excepto los de ahorrar para comprar la famosa y bullada casa propia y las enfermedades propias de su sistema nervioso. Sin embargo, en el fondo de su atormentada cabeza una muda pregunta repiqueteaba como las antiguas campanas de las antiguas iglesias de los antiguos jesuítas.

En fin, ya no importaba. Sentada y tratando de dar una respuesta a ese angustiado cadáver, la encontró la mañana, dormida sobre el sillón y con una mueca parecida a la sonrisa irónica en sus labios. Ironía que dicen pone siempre en sus palabras y sus gestos. Mueca que quedó estampada en su boca, ya sin dientes, de aquélla tarde de otoño-primavera.

Capítulo 2

José Antonio Ribera de Campoamor fijó sus ojos castaños en el monte que se extendía hacia el norte de la Misión y sólo vió lluvia y verde. Se arrebujó en el manto negro de los jesuitas y echó a andar por el sendero enlodado mientras cavilaba y recordaba los dos años caminando en esa tierra de miedo y mentiras. Parece que su destino lo había empujado a caminar desde antes de nacer en La Coruña. Su madre lo había llevado desde Galicia a Huelva cuando tenía no más de seis años para que acabara de una vez de preguntarle quién era su padre y dónde estaba.

‘Mira’, le dijo. ‘¿Ves aquéllas naves en el puerto? Tu padre, que se llamaba José como tú, se embarcó en una de ellas un día maldito de primavera diciendo que volvería a buscarme. El nunca supo que tú ya venías en camino cuando salió de La Coruña en busca de un destino mejor en la Tierra de Indias. Esperé todos estos años, pero este ruido en mi pecho me susurra todos los días y a cada momento que ya deje de esperar, que no volverá, que nos abandonó. No sé dónde está ni si la nave llegó a tierra firme alguna vez. Ya no me importa. Así que deja de preguntarme por él de una vez por todas y aprende a vivir sin padre; para eso me tienes a mí y a Dios que nunca te abandonará.’
Los ojos del pequeño se llenaron de esa bruma húmeda que se levantaba en el Puerto de Palos y soñó que veía a su padre empapado de lluvia y sal en un mar de viento y fríos glaciares gritando sin voz y preguntando por qué a Magallanes se le había ocurrido navegar por ese lado y no por otro más tranquilo. La bruma se hizo más densa y pesada con la tormenta que se avecinaba y José Antonio creyó escuchar una música lejana que venía de alguno de los barcos anclados en la bahía. Supo en su corazón que su padre estaba vivo y que lo vería algún día. Lo que no sabía el pequeño era que su madre ya tenía la risa de la muerte en su pecho y que unos días más tarde moriría dejándolo solo con ese Dios que no lo abandonaría jamás, según su madre.

La Misión era un punto de madera pequeño en un espacio abierto al viento, al frío y el susurro incesante de los boldos y avellanos. José Antonio ocupaba el ala sur que daba a los campos adyacentes al río. Por ahí solían atacar los mapuche, silenciosos al principio, como las estrellas, y después infernales en sus gritos y golpes de pies y lanzas queriendo transmitir mensajes de sus marchas en contra de los invasores blancos al mismo corazón de esas tierras y a su dios Pillán.
‘¡Ahí vienen los indios!’, gritaba el vigía, indio él mismo, y los jesuitas huían hacia el fuerte Tucapel cargando el cáliz, las hostias, sus cruces y libros sagrados por un túnel que corría por debajo de la casona . A José Antonio nunca le gustó correr agachado por el estrecho y húmedo túnel; sus ojos no veían sino las sombras que las antorchas y las siluetas que sus compañeros proyectaban en el piso de lodo. Se ahogaba, recordaba a su madre y maldecía la memoria de un padre ausente que lo había impulsado a venir en su busca a esas tierras que no le habían dado respuesta alguna de su paradero.

‘¡No quiero vivir en el monasterio!’, lloró el niño cuando su madre ya sin fuerzas y ahogándose en su propia tos, le anunció que lo llevarían a Santiago de Compostela para que se educara en el monasterio, que no tuviera miedo porque Dios estaba en su destino.
Un tío al que no había visto nunca lo subió a la grupa de su caballo y lo llevó al monasterio mientras el niño lloraba la muerte de su madre.
Ocho años pasó rezando, leyendo, aprendiendo latín, griego y creciendo entre hombres que cantaban a un dios que tenía rostro de abuelo y manos de araña, que se metían en su cuerpo cuando acostado en su camastro pretendía dormir. Al cabo de un tiempo tenía que esforzarse para recordar el semblante de su madre. Era como si la niebla del puerto en La Coruña se hubiese tragado el cuerpo, la cara, la boca de la mujer y dejado sólo su aroma a lejía y pescado en alguna parte de su memoria. De vez en cuando recordaba el viaje a Huelva y la promesa que se había hecho de ir en busca de ese padre que no sabía de su existencia.
‘Cierra los ojos y piensa en Dios, le susurró Fray Martín. ‘Siente su esencia. Siente su presencia’, las manos huesudas subían el camisón de dormir y tocaban sus partes más íntimas… ‘¡cierra los ojos y piensa en dios, te digo!. José Antonio cerró sus ojos y vio una araña que lo envolvía en una tela llena de difuntos caminando con sudarios blancos y antorchas de hueso ardiendo y la Compaña que lo condenaba a ir toda la vida con una cruz, como la cruz de Fray Martín que se le incrustaba en la espalda y lo silenciaba, lo enmudecía.
Un día no cerró los ojos y sacó el puñal que había dejado debajo de su almohada esa tarde. Cuando la respiración desatada de su confesor se convirtió en torrente blanco, y espeso en sus entrañas, José Antonio se dio vuelta lentamente e incitó suavemente al religioso a darse vuelta, cerrar los ojos y pensar en dios. Acarició su espalda debajo de la sotana, tomó el miembro húmedo, empezando a erguirse nuevamente, en su mano izquierda, ‘cierre los ojos y piense en dios, padre’, y con un movimiento rápido y certero cortó el pene del sacerdote y mientras éste aullaba de dolor, sorpresa e ira, volvió a hundir el puñal ensangrentado en los testículos fofos. Tomó el fardo de ropas que había preparado anteriormente y escapó del monasterio, llevando como recuerdo la cruz de Fray Martín y el gorgotear de la sangre pecadora en el suelo de la celda en la que había pasado ocho años y mil siglos de su infancia y adolescencia. Celda a la que nadie, excepto el sacerdote y él mismo, tenía acceso directo.
Caminó dos años vestido de fraile por la costa hacia el sur hasta llegar a Cádiz donde se embarcó de cura confesor en una nave que llevaba un cargamento de sal del sur de Europa y sedas chinas para el virreinato del Perú.
‘Mi misión’, le mintió al capitán, ‘es llevar la voz de dios y el rey a los salvajes del nuevo continente, pero quiero ser uno más entre vosotros y no quiero privilegios especiales’. Con esto se aseguró el respeto del capitán y de los quince hombres que formaban la tripulación de la embarcación. Aparte de escuchar los pecados y miserias de los soldados y de mantener conversaciones con el capitán y tres acaudalados señores sobre el origen de las estrellas y el universo en general, Fray Jaime , como se hacía llamar, era el encargado de evangelizar a los esclavos que eran propiedad personal de los tres señores en cuestión.
Entre los esclavos había un chico de unos diez años que hacía preguntas sobre dios y que Fray Jaime no podía contestar sin cerrar los ojos y pensar en las manos de araña de su pasado.
‘¿Por qué no podemos verlo? Qué pasa con el alma cuando se muere el cuerpo? ¿Por qué nos separa dios de nuestras madres? Los animales ¿creen en dios?’ Cuando las respuestas se le acababan, como su paciencia, le decía que dios había creado el mundo a partir de un acertijo y que para comprender por qué, todos los seres humanos, los esclavos incluídos, debían resolver su propio acertijo.
‘Ya te llegará la hora de resolver el tuyo’, le decía al muchacho, que a espaldas de él se mofaba de su acento gallego y de la cruz que llevaba sobre sus hábitos.

‘¡Vienen los indios!’ El grito aterrado del vigía, lo sacó de sus recuerdos y caminó sin prisa al otro lado de la Misión a buscar sus libros y la cruz que se había sacado esa mañana para lavar sus hábitos en el río. Llegó a su habitación, colgó la cruz en su cuello, tomó sus libros y el diario que llevaba escribiendo desde que salió de Cádiz y después de echar una mirada hacia el río, corrió hacia la entrada escondida del túnel donde ya estaban los otros religiosos y el vigía con sus antorchas y pertenencias. Como siempre que bajaban la tapa que ocultaba la entrada del túnel, sintió el ahogo y vio en las sombras de las antorchas a los difuntos de la Compaña. Era en esos momentos cuando sentía la esencia y la presencia de dios en su plenitud. Las telarañas lo cubrían nuevamente, el olor viscoso, blanco de sus manos de araña lo hacía vomitar y preguntarse sin parar como una mantra ‘¿Por qué?’, ‘¿Por qué?’
Ese día no pudo llegar al fuerte, tenía en su pecho las manos de dios que lo aplastaban y no lo dejaban respirar. Hacía tiempo que se había ido marchitando por la falta de sueño y el silencio que se había impuesto desde que no pudo contestar las preguntas del esclavo en el barco. Cerró los ojos y pensó en el padre al que nunca encontró, en la madre que lo privó de su olor y de sus caricias por querer morirse de amor, escuchó la voz de Fray Martín en su espalda y sintió una corriente fría en el cuello mezclada con los gritos de los indios que habían descubierto, por fin, la entrada del túnel. Abrió los ojos y pensó en dios. La pregunta muda se quedó en sus ojos abiertos, ‘¿Por qué?’, ‘¿Por qué?’