martes, 14 de agosto de 2007

La muñeca de porcelana
Mercedes Díaz Vallejos
(Consuelo Rivera Fuentes)
“Mi mamá me ama. Mi mamá me mima”, decía la pizarra del profesor universitario de socio-linguística. Sin saber cómo, se vió subiendo las paredes del pasillo angosto para esconderse en la húmeda obscuridad del entretecho. Recién había tenido una pelea con el Choche por haberle tocado el trasero, sin su permiso.
- ¿Que te creís, maricón de mierda? ¿Que me dejo tocar por cualquier guevón?
Con los ojos enfurecidos entró a su casa dando un portazo. Una vez en el baño, único lugar privado del departamento, que sus padres habían comprado gracias a la Corvi, examinó los utensilios de afeitar de su padre. Isopo para la espuma que lo hacía ver como un dios romano -cruel-, colonia inglesa para después de afeitarse (no entendía por qué se pegaba en la cara cada vez que se aplicaba la colonia y chirriaba como puerta vieja tratando de no gritar de dolor) y un paquete de hojas de afeitar. “Gillette”, decía el paquete, “afeita mejor”. Abrió la caja y lentamente sacó un hoja nueva, reluciente; un estremecimiento recorrió su cuerpo infantil.
Afuera en el balcón, la mamá de Choche colgaba las ropas de los cuatro hijos que le había dejado su marido al morir. Había ido al velorio - que en esa época se celebraban en la casa - cuando trajeron al vecino después del accidente. “Pobre vecino, era tan bueno”, decían las vecinas del bloque. Nunca había mirado a un muerto. Su curiosidad la hizo empinarse y vió la cara gris del vecino enmarcada en un paño blanco, como una cofia de monja. Se veía extraño, como si estuviera durmiendo, con los ojos entrecerrados, fijos, y un rictus de horror en los labios descoloridos. A lo mejor había sentido la risa de la muerte antes que la micro lo tirara volando quién sabe a cuántos metros de su moto de carreras nueva; roja, brillante e imponente.
- No hay que mirarle la cara a los muertos, porque se meten a tus ojos y al final ves todo al revés, como si estuvieras al otro lado de un espejo. Es malo, no lo hagas, le había dicho su mamá. Pero la porfía era su pecado original, capital y venial, como decía su cura confesor, y lo había mirado una y otra vez.

No sintió nada al principio, pero esa noche y muchas otras más, se le apareció la cara del vecino en sueños. Según la Ramona era el alma del vecino que buscaba su cuerpo en alguna parte de ese bloque de departamentos. No sabía el vecino que su cuerpo yacía en el cementerio, en el patio de los queda’os, decía la Ramona. ¿Ves tú que mi mamá se me aparece casi todas las noches?
- ¿Es por eso que despiertas llorando?, le preguntó con lástima.
- Sí, respondió con un suspiro de miedo. Es como si me estuviera castigando, porque yo sigo viva.
“A lo mejor es porque te besas con mi papá cuando mi mami anda en el centro”, pensó sin decir nada.
- Ms Díaz, are you all right?, la voz del profesor de linguística la trajo al presente inglés, ese que ella misma había elegido vivir; pero que la alienaba y silenciaba, la silenciaba, la silenciaba... y la hacía pensar puras leseras. El profesor le recordaba a Choche, con sus pelos parados y la sonrisa de payaso cada vez que se dirigía a ella.
La sonrisa se la había abierto ella con una hoja de afeitar...el corte limpio había dejado al descubierto casi todas las muelas del lado derecho de la cara cubierta de espinillas purulentas. Después de ‘afeitarlo’, corrió a esconderse en el entretecho del edificio que iba desde la casa 17 donde vivía Laura, su mejor amiga, a la 24 donde vivía el guatón Toby, el Toño y un montón de hermanos, todos rubios, como el profesor. En ese entretecho largo, húmedo y maloliente había tenido su primera experiencia sexual...o así lo creyó por un largo tiempo, hasta que el deseo real y el dolor de su primera penetración de verdad se mezclaron con el miedo de quedar embarazada.
- Ahora eres una verdadera mujer, le había dicho su madre cuando asustada le contó que estaba sangrando de “ahí” Si te pones a hacer leseras con los hombres vas a quedar preñada como una vaca y nadie te va a dar ni la hora cuando crezcas.
El grupo de chiquillos que a escondidas subían al entretecho como gatos en celo, hacían cola para refregarse en su pubis, cubierto por los calzones de franela que le compraba su mamá. El juguetón ritual dominical se repetía cada vez que sus padres iban al cine y la dejaban al cuidado de sus cinco hermanos menores. Los chiquillos la trataban como una princesa; ponían un frazada de lana de oveja para que estuviera cómoda y caliente...mientras uno por uno los niños jugaban a ser hombres. No sabían ellos lo que ella sabía; que los verdaderos hombres se subían a las camas de sus nanas y las besaban ahogándose en la lascivia de lo prohibido...No, pues Don Carlos..¿ no ve que puede llegar la señora Victoria?

- ¡Mercedes, baja de ahí antes que te baje a puros correazos!, gritó su madre, mientras ella se meaba de susto, no por lo que había hecho, sino por los correazos que le darían con el cordón de la plancha...

- ¿Por qué escribió esa frase en la pizarra?, le preguntó al profesor.
El profesor la miró desconcertado. No entendía castellano.
- Why have you written that sentence on the board?, repitió en inglés. Siempre era ella la que tenía que hacer el esfuerzo de decir lo que quería decir, en ese idioma de moscas.
Más desconcierto; el profesor la miraba a ella y luego a la pizarra como si estuviera mirando un partido de tenis.
- What sentence?, preguntó con su sonrisa de payaso.
“Mi mamá me ama. Mi mamá me mima”, leyó en voz alta, mientras sacaba una pelusa imaginaria de su chaleco artesanal.

- Mi mamá me ama, le contó a Laura la de la casa 17. Me regaló esta muñeca para la pascua.
La muñeca era de porcelana y regordeta. Tenía unos cachetes rojos y una sonrisa de carmesí fija, como los ojos entrecerrados del vecino. Ahora llevaba su muñeca a todos lados, excepto al entretecho.
Miró el suelo alfombrado de la oficina de su profesor de linguística. “En Chile nunca ví una casa con alfombras”, se dijo. Mi casa tenía suelo de madera que tenía que encerar con betún café. No tenía aspiradora, ni enceradora eléctrica. Todo el brillo se sacaba con un simple chancho de palo que de vez en cuando - ¡ qué tonta era de repente! -echaba de menos, como al Rasputín, aquél perro fiel que tuvo que dejar al venirse a este país que la alimentaba con arena seca. Y cuando era niña, cuando vivía en Lorenzo Arenas, todos los edificios tenían suelo de baldosas y estaban siempre brillantes, porque las mujeres, las dueñas de casa, se encargaban de barrer, encerar y pulir las baldosas todos los días. “Aquí en Inglaterra no hacen eso las mujeres”, pensó divertida. Las mujeres en la población y en el edificio que estaba frente a la escuela, limpiaban, colgaban ropa y copuchaban, a la vez que le echaban una mirada a la pila de críos que jugaban al pillarse, a las bolitas, o al fútbol en la cancha del otro lado del bloque.
Los niños por su parte, cuando no estaban jugando o explorando el despertar de su sexualidad, se reunían en las escaleras a tocar guitarra y cantar canciones de Los Iracundos, la Cecilia de Tomé, Los Bric-a-Brac. ¡Puerto Mooo-o-ont, me alejé de tíí, sin saber por quéé! cantaban a coro. O ella cantaba, imitando a su ídola: Noche...playaaa, risas, peeeenaaar...las olas al pasar parecen murmurar, la canción que nunca calla.....! mientras los demás se cagaban de la risa, porque su voz no le alcancazaba para llegar al registro tan alto y particular de la cantante de la nueva ola..
Desde hacía un tiempo jugaban a saltar desde el peldaño más alto al descanso del piso más abajo. Eran diez peldaños, cuidadosamente barridos por alguna de las ocho mujeres de ese tercer piso. Una vez, se había dislocado el tobillo tratando de derrotar al Choche (le había tomado pica desde que su madre le sacó la cresta con el cordón de la plancha por tajearle la cara, aún cuando le explicó llorando por qué lo había hecho -mi mamá me mima) que era el campeón de ese piso. Martín era el campeón del segundo piso. Ella quería derrotar a los dos y se concentraba sudando en no tener miedo:
“Primer peldaño, un moco”, se decía.
“Segundo peldaño, super fácil”.
“Cuarto peldaño, aquí voy”, un poco de impulso y ahí estaba ella, saltando.
“Séptimo escalón...chitas que se ve alto”...una pequeña vacilación. Casi no salta, pero la voz del Choche con la sonrisa de payaso que ella le había tallado diciéndole “gallina, gallina” le dió la determinación para volar.
“Décimo escalón...me voy a sacar la contumelia”, pensó. “A la mierda, yo lo puedo hacer. Además el Choche está puro echándome carbón, porque él tiene miedo de saltar.
Aquí voy...salto, vuelo con mis brazos”. Todo el cuerpo de Mercedes se inclinaba, tenso para aterrizar sin problemas. ¡Gallina, gallina!, le gritó burlonamente al Choche, una fracción de segundo antes que el aterrizaje perfecto se convirtiera en una pila de dolor en su pierna derecha. No lloró, pero se arrastró a observar como Choche saltaba sin problemas.
La próxima vez sería desde el balcón del segundo piso al suelo de tierra, sin peldaños, sólo el balcón y más abajo el suelo.
Laura ofreció cuidar su muñeca de porcelana mientras ella saltaba.
Las madres en el intertanto, escuchaban radiodramas, copuchaban, se visitaban, o planchaban su monotonía mientras escuchaban tangos en Bío-Bío...la radio. Los padres brillaban por su ausencia, ya sea porque estaban trabajando o porque estaban visitando a sus minas.
Nadie notó que el juego de saltar y volar se había vuelto peligroso. Todos los niños de los veinticuatro departamentos del bloque se habían reunido en el balcón. ¡Mercedes y el Choche iban a saltar!
Le entregó su muñeca a Laura, quien prometió cuidarla si algo le pasaba en el juego de volar.
Los dos niños treparon juntos al borde del balcón. Mercedes miró al suelo oscuro de tierra suelta y se sintió mareada; su boca se llenó de agua, como el preludio a un gran vómito.
“Gallina, gallina” susurraba Choche a través de los perfectos dientes blanqueados con Odontine.
- !De noche y de mañaniiitaaa, o-don-tine!, cantó ante la estupefacción de Choche que no entendía por qué estaba cantando el comercial.
- ¡Ahora!, dijo ella, e ignorando el tren que chaca-chaca-cheaba en su corazón, voló mientras oía los gritos de los otros niños. Extrañamente, pensó que podía oir el piar desesperado de un gorrión herido que estaba cuidando en su dormitorio. Pero, ¿cómo podía ser? El gorrión estaba en una caja de zapatos en un nido de algodón que ella le había hecho hacía dos días y además no podía volar, porque estaba débil y era demasiado pequeño todavía. ¿Cómo podía estar cantando a su lado? Seguro era su imaginación, o era otro gorrión de los que abundaban en la población y que dejaban la ropa colgada en los balcones llena de caca blanca...

¡Lo había hecho! Había aterrizado como una gata en sus pies y manos. El impacto fue tremendo, pero ¡lo había logrado!
El Choche también había saltado sin problemas y la cabrería se volvió loca, riendo y aullando como los indios apaches de las películas de vaqueros que veían en la iglesia los domingos por la tarde.
- Esperen un minuto, ¿Adónde van todos corriendo? ¿Qué van a hacer? ¿A qué le están tirando piedras?, gritó Mercedes, sin que nadie la escuchara.
Corrió al círculo de delirantes niños, mientras sacudía sus ropas - no fuera a ser que su madre la castigara por ensuciar su mejor vestido - y su corazón se congeló para siempre.
Allí, en el círculo de niños, yacía su gorrión...inmóvil, excepto cuando una piedra lanzada por Laura golpeó las frágiles alas. El sol se puso triste.
Lloró de rabia, con lágrimas secas y gritos pegados a su garganta. El borboteo de la sangre agolpada en las sienes le traía las risas infantiles como si estuviera en un sueño lejano, lejano, lejano... Caminó pesadamente para interpelar a Laura. ¡¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste?!
Las dos niñas lucharon en el suelo polvoriento; agitadas, llorando y golpeándose ciegamente.
- ¡Fue tu hermano! El trajo al pájaro de mierda aquí. No fuí yo. Yo tiré piedras, pero tu hermano dijo que estaba bien!, gritaba Laura con desesperación.
Mercedes la soltó, cansada, triste, adolorida, llorosa. Ya no le preocupaba que su vestido estuviera sucio.
- ¡Devuélveme la muñeca!, demandó gritando. Laura corrió al tercer piso donde había dejado a la muñeca sentada en el balcón. Una extraña sonrisa se paseaba en su cara sucia de tierra y lágrimas. El corazón de Mercedes empezó a chaca-chaca-chear de nuevo, rápido, más rápido.
“Cuidado, no corras, no demuestres tu rabia; sálvala primero, cuidado”, se dijo despacito, y subió los últimos peldaños que la separaban de Laura, casi en cámara lenta. Al llegar al décimo peldaño extendió los brazos para recibir a la muñeca. La sonrisa de Laura se volvió tic maligno del labio inferior y de pronto golpeó la cara de porcelana en el borde del balcón una y otra vez. Algunos trozos cayeron a sus pies en las rojas baldosas enceradas. Puso uno por uno los brillantes fragmentos en la falda de su vestido y los enterró junto con su gorrión, mientras el Choche le decía : -eso te pasa por maricona y por dejarme marcado para siempre.

Aguantó sin chistar los correazos de su madre por haberle pegado a Laura, por ensuciar su mejor vestido y por romper todos los discos de su hermano. Con lo que cuestan, por Dios, Mercedes. ¿Qué voy a hacer contigo, por la cresta?
- No se preocupe, mamá. Desde ahora seré una niña ejemplar; nunca más le voy a dar problemas, le dijo sollozando.
Luego pidió que nunca más, pero re-nunca más le regalaran muñecas o juguetes. Dejó de saltar y nunca más voló de nuevo; excepto para cruzar la Cordillera y el Atlántico, para llegar al país donde los gorriones se llaman sparrows y las muñecas dolls. Sus alas yacen plegadas en la caja de zapatos donde puso al gorrión y su muñeca, en el mismo hoyo que cavó con sus manos temblorosas; en el mismo lugar donde había aterrizado en su último vuelo.
- You must be mistaken, there is no sentence on the board, dijo el profesor. What does that sentence you said mean, anyway?, preguntó.
- I can’t translate it into English, or into any other language for that matter. Don’t worry, dijo Mercedes y salió de la oficina repitiendo: ¿Mi mamá me ama? Me ama mi mamá? ¿Mima mi mamá? Mamá, ¿me ama? Mamá, ¿me mima?
Fragmentada, infiltrada
partida de país, de lengua
de cueca, de pan caliente comprado en la panadería de la esquina
partida en mi cabeza, el inglés
el castellano, el chileno
se confunden y me dejan la garganta arenosa
por siempre
ya no más consuelo la total, la entera, la de mantequilla y asado al palo
siempre fragmentada, partida, despedazada en mis amores
en mi cultura e incultura
extraña aquí y allá,
incompleta allá y acá.
Shit, mierda, shit, shit, mierda (bis)