sábado, 20 de octubre de 2007

UN AMOR DE JUVENTUD

Era ahora o nunca, por eso decidí hablarte, porque yo partía la semana siguiente. Por eso estaba en esa oficina: eran mis últimos trámites y mis últimos días en el país. Nuestro país ¿recuerdas? ¿recuerdas que tú luchabas por la libertad de nuestro pueblo, por la revolución, no al imperialismo yanqui, insurrección o morir, pueblo-conciencia-fusil? Eran mis últimos días, por eso es que cuando te vi allí sentado (¿qué estarías haciendo tú en esa oficina?) pensé que no podía dejar pasar la oportunidad de hablarte, platicar contigo y ver si así lograba ahuyentar a tu fantasma (que era, principalmente, el fantasma de tus puños, tus botas, tus ojos enrojecidos de ira).

¡Qué curioso! En todos estos años no había podido evocar una mirada de ternura, un gesto de complicidad, una palabra de respeto. Estaba segura de que alguna vez habían existido, pero se habían borrado de mi memoria. Tampoco recordaba esa mirada suplicante, tu ademán huidizo, el movimiento nervioso de tus dedos (¿habían estado siempre ahí o eran nuevos?) Después de todo, quince años no pasan en vano, y hubo otros rasgos que me fueron pareciendo familiares mientras hablábamos. Creo que las páginas de mi vida junto a ti comenzaron a pasar vertiginosas cuando tus labios replicaron esa amplia sonrisa (¿franca?), que dejaba ver todos tus blancos y parejos dientes, que un día me hizo confiar en ti y entregarte mi vida.

Nunca imaginaste (y yo tampoco) que esa niña temblorosa y obediente que en una época creíste tu pertenencia te abordaría de pronto, después de tres matrimonios con sus respectivos divorcios, dos hijos, varios oficios, incontables lugares de residencia y años de lucha por la vida. Seguramente te habías creído a salvo de aquella pequeña de pocas ideas propias a quien podías confiar tus pensamientos más íntimos sin ningún temor, relatar sin riesgos los pormenores de tu entrenamiento paramilitar, entregar confiado cualquier literatura sospechosa o implemento revolucionario. Lo guardaría sin hacer preguntas, aun cuando no entendiera mucho de guerrillas y las consignas marxista-leninistas escaparan a su comprensión.

En realidad, escapaban también a mi interés, porque mi atención estaba acaparada por otras cosas. El amor, por ejemplo, ocupaba gran parte de mis pensamientos. Trataba inútilmente de entender por qué debía cargarse como una cruz. Necesitaba resolver la contradicción que encerraba el amor. ¿Por qué me golpeabas, si me amabas con tal devoción que después del castigo suplicabas mi perdón, arrastrándote por el piso, los ojos anegados? ¿Por qué llorabas, si mi delito merecía ese castigo? ¿Estaba bien que imploraras el perdón de alguien que no tenía ningún valor ni era respetable? ¿Por qué me amabas, tú, un revolucionario consecuente que perseguía la sociedad del hombre nuevo, si yo era despreciable, si era una puta asquerosa, por eso me miraban tanto los hombres y, como si eso fuera poco, no tenía una ideología, sino que me asimilaba al hombre que estuviera “de turno”? ¿Por qué creía en tus lágrimas y, convencida de tu amor y creyendo en tu arrepentimiento, volvía a cargar mi cruz y volvía a sorprenderme con el próximo golpe? ¿Por qué era que tus manos estrangulaban mi cintura, mis muslos se tensaban al contacto de los gusanos de tus dedos describiendo su paseo diario hasta hundirse en los pliegues indefensos entre mis piernas resignadas? ¿Era acaso el deseo que hacía temblar a las heroínas de Corín Tellado lo que me embargaba al sentir contra mi vientre esa daga pegajosa que en su ritual cotidiano me apalearía primero las entrañas y luego se resbalaría gomosa y rosada hasta mi boca? No ha habido en mi vida una sensación que se compare a la repugnancia que me invadía todo el cuerpo cuando, rítmica y obediente, con tus manos estrujándome el cráneo, me sobaba tu placer por el paladar hasta la glotis, tu amargor extático y lechoso ahogándome áspero, espeso, en una abundancia mayor de lo que jamás podría tragar. Te amaba y viviría contigo para toda la vida. Te amaba y el sonido de tus pasos al llegar a casa me paralizaba de miedo.

Creo que lo que más me interesaba era complacerte. Por eso, cuando me di cuenta de que mi pasado te molestaba traté por todos los medios de cambiarlo, de hacerle pequeñas modificaciones que tal vez no se notarían si era cuidadosa. Y valdría la pena, porque te haría feliz y sería la mujer que tú querías que fuera, para ti. Entonces no tendrías que golpearme. Traté de alterar de manera imperceptible la personalidad de este o aquel muchacho que algún día me había entregado su amor, de modo que la historia cambiara y mis sentimientos fueran otros. No tendrías que golpearme. Ni con los puños ni con los pies ni con técnicas de karate. No sería necesario que me gritaras… Pero no tuve éxito. El problema fue que nunca indicaste con claridad las características que yo debía tener, de manera que no pude hacer un dibujo exacto de la historia que querías para mí, tu mujer.

Fue así como a los golpes de puño agregaste la tortura y la humillación. ¿Tal vez tú también creíste que la historia se podía cambiar? ¿Pensaste que al sentir en mis sienes ese golpe seco y fulminante de tus muñecas que me hizo perder el conocimiento se eliminaría un trozo de mi adolescencia? Creo que no imaginaste, sin embargo, que tus golpes perfectos y sin huellas borrarían de mi memoria personas y lugares; que arrojarías un velo sobre mi recuerdo de situaciones y sentimientos, al forzarme a adoptar posturas obscenas para imaginar con exactitud intercambios amorosos supuestos que mis palabras no lograban describir. No pensaste, estoy segura, que a medida que pasaban los días, los meses, y se sucedían las torturas cada vez más refinadas, mi mente iría quedando en blanco y no obtendrías satisfacción ni aun si me torturaras hasta morir, porque ya no podría recordar mi vida pasada ni tampoco la presente.

Tus maestros no te advirtieron que eso pasaría y que, al no poder recordar pasado ni presente, me quedaría sin vida y, por tanto, sin amor, sin deseos de complacer, sin remordimientos, y ya no podrías someterme. Porque no es posible someter a alguien si no se tienen armas que garanticen el poder. Y para tener poder sobre una persona es indispensable que tenga algo que perder. Si ya ha perdido la vida, entonces no se la puede abatir. Por otra parte, si un ser humano ha perdido la vida, lo único que le resta es intentar la resurrección.


-- Yo me casé, tengo dos niñitas y un niño, estoy trabajando en la construcción de una carretera—dijiste, cotidiano; pero tus dedos, los mismos dedos que un día arrancaron mis cabellos para castigarme por un beso de algún antiguo enamorado, amante imaginario o vestimenta inapropiada, ahora jugaban nerviosos con una libretita.

-- No has cambiado nada—dije, con una sonrisa que parecía amable, pero que en el fondo tenía una cierta sorna. Me complacía verte allí, diciendo trivialidades mientras tus ojos, todavía azules, parecían suplicar que me marchara, que no te atormentara con el recuerdo inevitable de mis ojos que, llenos de llanto y de silencio, un día habían recibido tus insultos y vejámenes, y que desde hoy caminarían por tu memoria. Yo me preguntaba cuántos ojos, cuánto llanto, cuánto silencio habría en esa memoria ¿sería cierto lo que me habían contado hacía años, que habías entrado en tratos con los militares? ¿Qué te habías convertido en un torturador profesional? Después de todo, la mayoría de tus compañeros había caído durante los primeros meses y tú habías desaparecido misteriosamente; pero no como los otros, a esos que sacaban a tirones de su cama en la madrugada para nunca más volver, sino que habías desaparecido de la escena mucho antes, sin dejar rastro. Además, las circunstancias en que cayó tu mejor amigo fueron muy extrañas ¿sería verdad lo que me dijeron, que lo delataste?

--¿Y tú no saliste del país como los demás?—pregunté, con gesto inocente; pero tú entendiste que mi verdadera pregunta era distinta, porque la larga historia que estructuraste en base a la buena fortuna de haber usado el escondite preciso y a lo oportuno que resultó haberte desligado casualmente de las actividades revolucionarias unas semanas antes me pareció fluida y coherente, salvo por uno que otro detalle que, por supuesto, yo no tenía por qué percibir, siendo una niña de pocas ideas propias, incapaz de entender acciones y principios revolucionarios.

Me sorprendió no sentir miedo, sino, por el contrario, experimentar genuino placer al mirarte directo a los ojos huidizos, deleitarme al observar tus gestos y recordar con entereza los momentos de angustia y terror que un día me habían hecho tanto daño, por los que llegué a perder el apego a mí misma, los que me habían perseguido en sueños durante años. Me sorprendí al mirar tu cabello claro, tu sonrisa amistosa y recordar, por primera vez en quince años, momentos de amor que alguna vez había enterrado para siempre bajo el horror de la tortura. Me sorprendí al darme cuenta de que los recuerdos no me dolían, ni me causaban odio, tristeza o inestabilidad, sino sólo esa sensación de ventanillas de tren que corre tranquilo hacia el lugar donde se quedan los fantasmas que no piensan retornar. Y allí, mirándote mientras subías inexorable al tren, estaba yo, serena y enorme en el andén, llena de toda la vida que había comenzado a construir para mí cuando decidí resucitar. Ahora tenía la seguridad de que con ese episodio amargo yo había ganado, porque mi vida me pertenecía.

Me pregunto qué irán a decir tus compañeros –los que lograron escapar- cuando les narre tu bien estructurada historia del escondite y la buena suerte. Me pregunto si estarás sospechando que se las contaré en cuanto llegue a casa. Me pregunto si sabes que algún día vas a tener que responder con precisión a preguntas directas, y entonces no servirá tu relato. Me pregunto si ya estás pensando en esa posibilidad cierta. Porque un asunto ya viejo un poco oscuro con una mujer desconocida y silenciosa todavía podrá quedar impune en este mundo, pero cuando el asunto un poco oscuro tiene que ver con una colectividad organizada la cosa es muy distinta.

Me pregunto si, en la tranquilidad de tu hogar, junto a tu mujer, tus hijos y tu trabajo de ingeniero, turbarán tu sueño los rostros de Víctor, desaparecido; de Joaquín, muerto en tortura; de Isabel, desaparecida; de Fernando y Teresa, muertos en supuesto enfrentamiento; Jorge, desaparecido; Manuel, ejecutado; Julio, desaparecido; Mario, Jaime, Ernesto, ejecutados el mismo día; Roberto, torturado hasta morir; Gustavo, torturado; Daniela, torturada; Ariel, torturado; Ana, Celina, Victoria, torturadas, torturadas, torturadas…

Me pregunto si la paz de tu alcoba alguna vez se habrá visto intervenida por el velado recuerdo de unos ojos aterrados, suplicantes desde un rostro envuelto en vendas, en un cuarto semioscuro de hospital; por la imagen de una mujer que, después de deslizarse por oníricos pasillos infinitos, corre sin mirar atrás por las calles despobladas de un nebuloso amanecer urbano de domingo.

2 comentarios:

SECH Londres dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
SECH Londres dijo...

huy Guiselita, qué fuerte, pero qué bueno. Las contradicciones de nuestros revolucionarios peleando contra el terrorismo de estado y aterrorizando en privado. El miedo y el horror de esa mujer la han vivido tantas; mi madre, por ejemplo. Ya me remecí. Hasta otro día.Un beso