viernes, 28 de septiembre de 2007

PROXIMIDAD DE MI TÍA ABUELA

Mi tía Emita era encantadora. Todo el tiempo de buen humor, cálida y bien dispuesta, dejaba adivinar una risa permanente en sus ojitos astutos y vivaces, siempre ocultos a medias tras los gruesos cristales verdes. Todo en ella era acogedor y daba una tibia sensación de placidez. Parecía estar satisfecha con su vida, que transcurría intensa entre la exuberante y abigarrada flora del jardín que cultivaba con la misma dedicación con que un día se había entregado a sus alumnos. Recuerdo que era bastante vanguardista para su época. Desde mi corta edad, yo admiraba su valentía, su generosidad, su comunión con las plantas, sus relatos de los maestros hindúes, sus ideas progresistas, su soledad tranquila, su capacidad de enfrentar peligros como si fueran comedia... Me extrañaba que nunca se hubiera casado. Era una mujer tan interesante y tan querible... A mí me fascinaba la suavidad de su rostro arrugado. Su protuberante y blanquísima barbilla me transmitía dulzura y me hacía reír, porque tenía bajo los vellos de terciopelo unos surcos profundos que parecían converger en el labio inferior, que también estaba arrugado.

Decían que una vez había tenido un noviazgo desdichado, de ésos que marcan para toda la vida. ¿En cuál de las innumerables grietas de su rostro suave estaría arraigado ese dolor?



El espejo me devuelve una imagen que empieza a gastarse. Casi puedo identificar episodios en cada cabello cano, en cada una de las marcas que comienzan a surcar mi rostro, en el que se adivinan amores, sueños, desencantos, alegrías...

Surcos horizontales en la frente, verticales entre las cejas, uno en especial, que parece ser la continuación de la ceja izquierda, me llama la atención. Los párpados van adquiriendo un tono violáceo, las pestañas se hacen cada vez más escasas... a veces, el cansancio del día o tal vez de la década se acumula bajo los ojos en protuberancias de amoratada transparencia. Sobre los pómulos, desde el extremo exterior de los ojos hacia abajo, vislumbro unas líneas verticales que se entrecruzan con otras oblicuas que, desde hace ya algún tiempo, se dibujan desde el extremo interior hacia afuera. Dentro de pocos años, estas huellas serán surcos insalvables. La nariz permanece como siempre, aún no ha sufrido alteraciones. En fin, la vellosidad bajo la nariz tampoco muestra cambios significativos; pero en el labio superior sí hay algo importante: la línea difusa que marca el límite entre el vello y la carnosidad del labio propiamente tal ya se ve cruzada por varias cortas, pero profundas grietas paralelas entre sí, que me hacen pensar en damas de siglos idos.

¿Cuál de estos surcos es el que alberga los dolores de mi hijo mayor? ¿en qué párpado está el aborto de mis dieciséis años? Tal vez en el lento descender de las comisuras de los labios, quizás en la incipiente flaccidez de la piel del cuello.

Veo que en mi barbilla empiezan a aparecer pequeños vellos blancos y comienzan a dibujarse unas arrugas que parecen converger hacia el labio inferior. Pero no siento dulzura ni ganas de reír, sino una aversión que no puedo explicar.

¿Será porque nunca he logrado adivinar a las hojitas de toronjil? ¿porque he amado a mis hijos más que a mí misma? ¿porque no he recibido con intensidad lo que tienen para entregar las frutillas y los duraznos, y en cambio he querido recibir de algunos lo que no pueden dar? ¿Cómo sería compartir secretos con las hortensias y las uvas? ¿cómo sentiría mi caricia la piel de una ciruela? Yo no tuve la valentía de vivir sin hombre, ni habría tenido el valor de enfrentar la vida sin parir. No desconozco, sin embargo, que he necesitado juntar coraje para andar y desandar caminos interminables sin saber mucho de riego. Esperando que venga la lluvia he visto morir a mis pensamientos y mis rayitos de sol, pero ya no la espero más. He recordado que mi tía Emita cuidaba con esmero una reserva de agua que mantenía para regar sus plantas. Además, yo también he aprendido a limpiar de sapos y alacranes mi recipiente para el agua de lluvia.


No pretendo ser dueña de su jardín; pero, dios, no permitas que se arrugue mi barbilla antes de que aprenda a querer a las espinas de las tunas.